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Columna
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Cuento navideño

La Navidad cierra, cada año, un ciclo. Fin de año, fiestas, vacaciones, tareas por acabar, encuentros amistosos, buenos deseos, cancelación de deudas, fiscalidad a cero. Hay una especie de espíritu de borrón y cuenta nueva, un balance frenético de actividades para colocarse en un supuesto ex novo a partir del nuevo año. La excitación que se despliega por la liquidación de lo vivido en 2004 marca el ritmo, como si lo que se esperara del nuevo año fuera totalmente diferente de lo que hemos conocido en este tiempo. Así pasa la vida, el calendario no sólo manda, sino que es el supremo recurso para pasar la página de esa molestia llamada presente. Y todo ello sucede, como siempre, con los niños por en medio.

Los niños son siempre los más sensibles a estos cambios de ciclo. Los adultos también fuimos niños: nadie olvida el olor de expectativa de la Navidad, aunque el tiempo se encarga de girar el calidoscopio y enseñarnos sus otras caras. Los niños de mi época, por ejemplo, nunca imaginamos a la Virgen María o a san José con la cara de esas fashion victims-caja registradora que son Beckham y Victoria, su mujer, tal como aparecían en las imágenes distribuidas por el museo de cera de Londres. Tampoco hubiéramos visto al niño Jesús como el cantante David Bisbal, pero los niños actuales no sólo están acostumbrados a todo, sino que son capaces de recriminar a sus progenitores porque no hay ningún famoso en el belén de casa.

Los niños son los más sensibles a esos detalles que configuran el espíritu de una época. Una reciente encuesta universitaria describe el anhelo mayoritario de los pequeños españolitos: ser ricos y famosos. Eso lo han aprendido estupendamente. Les parece mucho más divertido que darle a las matemáticas o a la lectura, como otro reciente estudio de la Unión Europea pone de manifiesto. Por ser famosos, bastantes de esos chavales, como se ha visto, estarían dispuestos a pasar por lo que sea. Lo tienen claro. La tele explica cada día historias inverosímiles que arrancan del anonimato a desconocidos: por lo general el escándalo les acompaña, no es raro que se prostituyan o que lo hicieran en su juventud. Ante los ojos infantiles actuales puede suceder que la prostitución o la pornografía sean trámites sociales sin mayor importancia cuando se trata de lograr fama y dinero. No hace falta ser muy listo para atisbar que nuestros niños conocen perfectamente ese nuevo latín: los caminos del éxito son los que son, los marcan los adultos.

Ahí está, por ejemplo, el nuevo éxito editorial de Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes. ¿Cuántos adolescentes inquietos no desean fisgar en su interior? ¿Cuántos padres, amantes de la libertad, no saben cómo negarse a que esos jóvenes conozcan las miserias de un senil viejo verde? Visto el libro, atar cabos es fácil: ser un viejo verde, un voyeur, un pederasta literario es garantía de éxito; es decir, de fama y de riqueza. ¿Sólo pretendía hacer literatura García Márquez o trataba, al escribir lo que ha escrito, tan bellamente eso sí, mantener -como si fuera un niño- su propio estatus de rico y famoso?

Los interrogantes se encadenan. ¿Tienen algo en común el Nobel colombiano y la pornografía infantil de Internet, tan perseguida? Los vicios, si son de genios, ricos y famosos, sirven para hacer caja. Los pederastas anónimos deben de sentirse discriminados: tienen que ocultar su vicio, cerrar su negocio y responder ante la ley. Márquez será el gran éxito editorial de la Navidad y, con ello, los niños, que lo captan al vuelo, verán confirmadas sus dudas, si alguna les quedaba. ¿Arte o pornografía? Hubiéramos preguntado ingenuamente en otros tiempos. Hoy la realidad habla por sí sola: ni arte ni pornografía, ¡negocio! El niño Jesús conserva su enigmática sonrisa: él ya conocía todos los cuentos de Navidad antes que nosotros los inventáramos.

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