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Planeta nipón

En el siglo XVII son frecuentes los juicios de pensadores y viajeros que encuentran afinidades entre España y Japón. El profesor de la Universidad Sophia de Tokio, Jaime Fernández S. I., recoge algunos de ellos en una conferencia pronunciada en 1992: Gracián, San Francisco Javier, Giovanni Botero, Jean Muret, Guiciardinni, etcétera. Hoy, en cambio, no ya en España sino en todo Occidente, Japón es visto más bien como un sistema planetario que se hubiera posado con suavidad en el Pacífico, ante las costas del continente asiático, desde las aguas de Siberia hasta las proximidades del trópico.

De lo que no cabe duda es de que Japón es el país más avanzado del mundo y de que su PIB supera con creces al de países como Estados Unidos o Alemania. Sin embargo, semejante singularidad es ya en sí misma fuente de una percepción distanciada por parte del resto del mundo, una percepción que en ocasiones tiene algo de reticencia preventiva. Para empezar, se suele coincidir en que a todos los japoneses se les ve iguales, cuando basta mirar en derredor para encontrar tantas diferencias entre un viandante y otro de Tokio como entre los que se cruzan con nosotros en la Gran Vía. Pero es que, además de iguales, se suele destacar que los japoneses son gregarios, cosa muy cierta cuando se trata de turistas que van en grupo; en Japón -el lector puede quedarse tranquilo- les aseguro que no van así, salvo que se trate de excursiones de jubilados o de escolares, como en cualquier otro país del mundo. Finalmente, como para redondear esa impresión general, se acostumbra a convenir en que los japoneses tienen algo de robot o de autómata, de acuerdo con un curioso proceso de traslación por el que se termina atribuyendo al creador las características del producto por él creado. Lo que en el fondo se está expresando con tanto estereotipo es que la sociedad japonesa es una sociedad organizada -con sus ventajas y sus inconvenientes según se quieran ver las cosas-, a diferencia de tantas otras que no lo son.

No obstante, el lugar común más extendido es el de que los japoneses son gente poco creadora, habituada a copiar lo que otros han inventado. Como suele suceder con este tipo de afirmaciones, hay en ellas algo de cierto: tanto la industrialización fulminante del país a finales del siglo XIX como su no menos fulminante reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial se produjeron mediante la adopción de las fórmulas de desarrollo más avanzadas. Pero, ¿qué país o qué cultura no ha hecho lo mismo en un momento determinado? Los modernos Estados de Europa Occidental, configurados al filo del Renacimiento, imitaron a Roma, igual que Roma había imitado a Grecia mil quinientos años antes. Rusia no ha cesado de imitar a Europa desde finales del XVIII y Estados Unidos no cesa de atraer científicos y artistas de todo el mundo para que inventen por ellos. Si muchos elementos de la cultura japonesa se dieron antes en China o en Corea, tampoco deja de ser cierto que a su vez, en buena parte, tales elementos procedían también de otros lugares, Asia Central, la India. Lo indudable es que Japón cuenta con una excelente literatura desde el siglo VIII, así como una no menos excelente tradición pictórica y arquitectónica, un buen teatro y, más recientemente, un cine magistral. Y, puestos a no dejarse influenciar, Japón es uno de los países menos contaminados del mundo por la cultura anglosajona. En un lugar donde el conocimiento de lenguas extranjeras nunca ha sido especialmente alentado, el estudio del inglés tiende actualmente a crecer, el del español se mantiene y el de las restantes lenguas occidentales cae en picado. El idioma más solicitado es el chino.

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La clave de esa curiosa -y magnífica- mezcla de tradición y modernidad que distingue a la sociedad japonesa del presente reside en la capacidad organizativa de esa sociedad, que ha conseguido hacer de cada uno de esos dos pivotes el principal respaldo del otro. Y la clave de la clave es el énfasis que allí se pone en la enseñanza secundaria, una de las más exigentes del mundo. La adolescencia no es entendida como un tiempo para disfrutar de la vida, sino para aprender a vivirla. Paradójicamente -desde la óptica del culto al niño mimado- ni ellos ni ellas rigurosamente uniformados -chaqueta azul, corbata- tienen precisamente aspecto de pasarlo mal, pese a que nadie ni nada les ha dicho que están en la época de pasarlo bien. Los estudios superiores son comparativamente más relajados, casi un periodo de descanso preparatorio del momento de poner en práctica los conocimientos adquiridos, de aplicar a la realidad el lenguaje científico o técnico aprendido. Fruto de esa educación es no sólo la capacitación personal y colectiva sino también el trato afable y cortés con los demás, algo que se agradece en la medida en que facilita la vida cotidiana más de lo que pudiera parecer a primera vista. Como también, el hecho de que en Japón prácticamente no haya robos, de modo que si alguien pierde la cartera lo más probable es que le sea devuelta intocada.

Durante años, los japoneses fueron conocidos en el extranjero como los malos de la película, de la película bélica, se entiende. Un pasado por el que los actuales dirigentes políticos se niegan a pedir perdón -esa boba ceremonia-, en tanto en cuanto nadie parece dispuesto a pedirles perdón también a ellos. Hoy por hoy, la expresión más acertada de la imagen que Japón ofrece al resto del mundo es la de Lost in Translation, una película verdaderamente divertida. Claro que también tendría su gracia el supuesto inverso: los avatares de un turista japonés que no hablara otro idioma, recluido, por ejemplo, en un hotel madrileño: Lost in Gran Vía, una comedia de sorpresas y sustos. Si en el pasado Japón y España presentaron rasgos comunes, hoy día el parecido se ha esfumado. Lo que no es una buena noticia para nosotros.

Luis Goytisolo es escritor.

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