Política
Hablaremos mucho de Cervantes en el 2005. Volverá a ponerse de moda la agilísima y divertida permanencia de don Quijote, sus aventuras y sus grandes intérpretes. Algunos lectores se acercarán, por ejemplo, a las páginas de Vida de don Quijote y Sancho de Miguel de Unamuno. Comprobarán que se pueden decir muchas barbaridades de forma muy inteligente. Un sabio desesperado, de gafas cultas, barba cortante y mano impulsiva, es capaz de elevar la lanza de su orgullo herido para arremeter contra la ciencia, los bachilleres y los políticos. Don Miguel buscó en las nieblas agónicas de la fe lo que no había encontrado en la razón. Despreció a los prudentes, a los ciudadanos educados en las costumbres sociales y, sobre todo, a los políticos. El desprestigio de la política recorre el último tercio del siglo XIX y pasa a los primeros años del siglo XX, afectando a escritores regeneracionistas, poetas puros, honrados padres, madres, y hasta a Platero, el burro suave de Juan Ramón Jiménez. Incluso Federico García Lorca, cuando estrena en 1927 su Mariana Pineda, se empeña en afirmar que la obra no es política, aunque la heroína hubiese sido ejecutada por el absolutismo. No era extraño, porque la Restauración había institucionalizado la mentira y la política pertenecía entonces a la farsa de una España oficial separada por el cuchillo de los engaños de la España real. La institucionalización de la mentira supuso la corrosión moral y económica, la imposibilidad de progresar junto a Europa, la santificación de los intereses caciquiles, y un desprestigio radical de la política, es decir, del ámbito que las sociedades inventaron para resolver las contradicciones de la convivencia a la hora de decidir sobre la realidad. Cuando leemos las barbaridades de Miguel de Unamuno, dispuesto a romper las mentiras oficiales con una lanzada de locura, podemos imaginarnos el estado de desesperación que domina, y hace estallar, a los países secuestrados por la institucionalización de los engaños oficiales.
El Partido Popular, en sus últimos años de gobierno y en sus primeros meses de oposición, ha jugado a institucionalizar la mentira, con la ayuda de sus medios de comunicación más leales. No soy un ingenuo, no creo en la verdad objetiva, porque sé que los hechos dependen de una interpretación. Desconfío de todos los que creen en la objetividad de sus verdades, porque ellos son los que supeditan los medios a los fines y acaban institucionalizando la mentira. Si un periódico es simpatizante del Betis y otro es más partidario del Sevilla, resulta lógico que las interpretaciones asuman una perspectiva. Lo que no parece soportable es que la prensa ofrezca resultados distintos, goles y vencedores inventados, considerando que una cosa es lo que ocurre en el campo y otra lo que deben contar los periodistas. La intervención de las víctimas del terrorismo en el Congreso ha servido para denunciar una etapa de institucionalización de la mentira. Aunque su discurso exigiera una posición neutral, la denuncia tiene nombres y apellidos. Nada es tan peligroso para un país como la institucionalización de la mentira. Y la manera más sensata, y menos loca, de salvar estos peligros pasa por prestigiar la política. Unamuno no es ya buena guía para interpretar a Cervantes.
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