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Crítica:CLÁSICA | Ciclo Liceo de Cámara
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Misterio de misterios

Además de en la liturgia o los dogmas, la música religiosa se ha fijado también de vez en cuando en eso que llamamos devociones, en esas muestras de la piedad de los fieles que tienen en el rosario su epítome. Y para muchos de los que nos acercamos al Auditorio a esta doble sesión de La Risonanza, rosario era, desde nuestra infancia, sinónimo de aburrimiento, no capaces de encontrarle al mantra casero el punto que otros le hallaron al foráneo yéndose, qué sé yo, a Katmandú. El patrono de Heinrich Ignaz Franz von Biber (1644-1704), Maximilian Gandolph, arzobispo de Salzburgo, era muy aficionado a rezarlo y le encargó al músico una serie de obras con ese pretexto. Y poco más sabemos sobre su circunstancia. Eso sí, cuando se descubrieron en 1899 -y, sobre todo, cuando se publicaron seis años después- pasaron a formar parte de lo más difícil, complejo, asombroso y poco interpretado del repertorio violinístico.

La Risonanza

Biber: Las Sonatas del Rosario. Auditorio Nacional. Madrid, 25 y 26 de noviembre.

Esa dificultad probablemente, y su pertenencia a una época mucho tiempo olvidada por los programadores, hicieron que al misterio se le uniera el secreto y que las Sonatas del Rosario pasaran a ser perfectas desconocidas para muchos aficionados. La pasada Semana Santa las daba La Risonanza en Cuenca y el jueves y el viernes las traía a Madrid para sorpresa, regocijo e impresión del público del Liceo de Cámara, gran parte del cual no imaginaba lo que se le venía encima. Porque las Sonatas, con todo y su pretexto, van más allá de él. Evocan situaciones y pretenden mover sentimientos, pero, no sé si sobre todo, resultan profundamente revolucionarias en su escritura. Mientras ayudan a crear el violín moderno ya lo están trastocando con las variaciones en su scordatura, lo traen y lo llevan del salón del palacio a la calle, lo hacen reír y llorar, le dan una vida diferente y única, inencontrable en ninguna otra obra de la historia de la música.

Ponerlas en pie no es nada fácil, pero La Risonanza ha decidido que va a ser el adalid del autor bohemio, y en ello está con una entrega y unos resultados igualmente admirables. Su planteamiento está a medio camino entre el austero de Andrew Manze y el muy florido de Patrick Bismuth; diríase que en la línea del muy equilibrado de Gunar Letzbor, pero eso sólo para entendernos, pues poseen personalidad propia. Usan tres violinistas muy diferentes entre sí -la cálida Olivia Centurioni, el más analítico David Plantier y el espectacular Riccardo Mashaide Minasi, a cuyo cargo estuvo la gran Passacaglia de cierre-, lo que a alguien podrá parecerle que perjudica la unidad del conjunto y a otros divertirles más. El resultado, en todo caso, espléndido.

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