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Transnacionales

Pablo Salvador Coderch

Para los transnacionales, el territorio es prescindible: están en todas partes y preservan su identidad cultural -lenguaje, familia, religión- con independencia de los lugares adonde emigraron, simples nodos en la red que, incansables, tejen alrededor del mundo aunque, con frecuencia, la tierra de sus padres sigue siendo el nódulo central.

Admirable y envidiada, la Diáspora por antonomasia es la judía, pero hoy hay muchas otras, como la de los emigrantes chinos de la ciudad de Fuzhou, en Fujian. Los más ricos -llamados astronautas- disfrutan de pasaportes emitidos por estados liberales y cosmopolitas, como Australia y Canadá, aunque mayormente se relacionan entre ellos mismos. Imparables, van a más, como China misma. También los pobres salen adelante. Así, en Bangladesh, Grameen Telecom, fundada por el banco epónimo, especializado en microcréditos, distribuye móviles entre las mujeres para que se comuniquen con sus hijos y maridos emigrados. En Francia, casi todos los inmigrantes de Malí provienen de la región de Kayes, donde sus transferencias han financiado centenares de proyectos de desarrollo. En Barcelona, la comunidad paquistaní destaca por su vertebración. En todo el mundo, los jóvenes profesionales con licenciaturas universitarias útiles y buen inglés emigran en masa: así lo han hecho tres cuartas partes de los universitarios jamaicanos o más de la mitad de los médicos ghaneses.

La transnacionalidad es un reto a la concepción clásica de la ciudadanía, sacude los cimientos de los nacionalismos de bandera

En el pasado, la revolución del transporte posibilitó migraciones masivas, pero el coste del viaje y la dificultad de las comunicaciones alzaban barreras elevadas a la perpetuación indefinida de los vínculos entre las estirpes de inmigrantes y sus comunidades de origen: al final, la integración se imponía. En la actualidad, la revolución de las comunicaciones ha desbaratado este proceso: hoy es muy asequible viajar, transferir dinero o enviar mensajes a cualquier sitio.

Desde hace milenios, el derecho recurre a dos principios para organizar las relaciones entre los habitantes de un mismo lugar y quienes mandan en él. De acuerdo con el principio de territorialidad, el derecho del país se aplica a quienes residen en él con independencia de sus circunstancias personales. En cambio, conforme al de personalidad, cada comunidad tiene sus propias reglas, que no rigen para las demás. Normalmente, la regulación territorial es asimétrica, pues favorece a un grupo dominante y a su manera de ver las cosas. Así hay reglas formalmente territoriales e iguales para todos, pero que, en la práctica, gravan casi exclusivamente a una comunidad, como sucede con la prohibición francesa del velo. Esto mismo ocurre, aunque jamás se reconoce así, con la aplicación efectiva de políticas de defensa y seguridad: toda ley presuntamente territorial que tiene un impacto desproporcionado en un grupo étnico es, en el fondo, personal. De hecho, las culturas tradicionalmente propensas al principio de personalidad no tienen empacho alguno en reconocerlo así -por ejemplo, los ciudadanos araboisraelíes están exentos de cumplir el servicio militar-, pero los políticos europeos son renuentes a llamar las cosas por su nombre.

Europa siempre ha tendido a hacer prevalecer el principio territorial, que empezó por la religión -el buen pueblo debía practicar la religión del reino o del señor del lugar- hasta que los Estados nacionalizaron las creencias y se arrogaron el monopolio del adoctrinamiento de sus súbditos. Pero ahora, el margen que quedó para el principio personal se ensancha sin remedio: los pequeños y medianos Estados europeos tienen hoy muy difícil la tarea de integrar a millares o millones de inmigrantes que pueden perpetuar sus lazos transnacionales a bajo coste.

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La transnacionalidad es un reto a la concepción clásica de la ciudadanía, sacude los cimientos de los nacionalismos de bandera, inventados por los Estados europeos hace tres siglos, y los cambia para siempre. En el peor de los casos, alimenta el resentimiento, primer motor inmóvil del nacionalismo reactivo. Una transnacionalidad rampante disloca nuestra cultura ancestral, aterra a sus profetas y desasosiega a los perjudicados por los costes innegables de la inmigración. Por ello, los que creemos que los beneficios son mayores, debemos promover políticas constructivas. Sugiero cuatro: los transnacionales comunitarios y residentes en nuestro país ya votan en las elecciones locales, pero ahora debe ampliarse el derecho al sufragio activo y pasivo, a elegir y a ser elegido, en las elecciones locales y autonómicas a todos los inmigrantes con permiso de residencia permanente. Luego, la política de seguridad tiene que ser transparente, efectiva y rigurosa en su aplicación indistinta a nacionales y transnacionales, pero ponderada según la gravedad del riesgo de cada caso. En tercer lugar, la fragua de la convivencia debe residenciarse en las escuelas públicas y privadas, que deben poner y recibir los medios para tender los puentes entre lo nuestro y las nuevas culturas transnacionales. Hay recursos sobrados para hacerlo así. Finalmente, la transnacionalidad va mucho más allá de las políticas locales, pues plantea un reto global que Cataluña sólo puede abordar desde una Europa que, además, quiera contar en el mundo. A la mayor parte de los catalanes no debería costarnos demasiado, pues habituados a pertenecer a tres culturas -catalana, española y europea- también somos transnacionales. Las naciones europeas son pequeñas y sus nacionalismos monocolores tienen los días contados. Solos no iremos a ninguna parte.

de la Universitat Pompeu Fabra.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil

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