¡Siamo Napule, mein Herr!
Christoph Marthaler lanzó su primera bomba de fragmentación lírica en 1990: Heimat-Abenden, un collage de frases y diálogos pillados al vuelo en autobuses y restaurantes, chistes populares, poemas y fragmentos de noticias, contrapuntado con canciones, ruidos y ritmos escénicos: silencios, pausas, acciones corales. Esto sucedía en el Teatro de Basilea, dirigido por Frank Bambauer. De un Frank a otro, Castorf recogió aquella sorprendente carta de presentación y se llevó a Marthaler a la Volksbühne berlinesa. En 1993 su estilo cristalizó con Murx (Una velada patriótica), un deslumbrante cruce de crónica política, comedia musical onírica y entrada de clowns que se convertiría en un gran éxito popular. Aquí lo vimos en el Mercat de les Flors cuando todavía era un teatro, es decir, antes de que el Ayuntamiento barcelonés lo convirtiera en un garaje posmoderno. En 1997, si no recuerdo mal, se presentó en Sevilla La hora cero o el arte de servir, producida por la Schauspielhaus de Hamburgo, una sátira feroz centrada en un puñado de políticos alemanes tratando de maquillar su pasado nazi. Los diez mandamientos (Die zehn Gebote), de nuevo con el marchamo de la Volksbühne de Berlín, ha sido la tercera y esperadísima visita de Marthaler a nuestro país, invitado por el Festival de Otoño, que le ha abierto las puertas del Teatro de Madrid, en La Vaguada. El espectáculo se basa, de modo libérrimo, en I dieci comandamenti de Raffaele Viviani, definido por Marthaler como "un Karl Valentin napolitano", aunque también cabría emparentarle con Von Horvath en su calidad de retratista de la gente humilde tratando de sobrevivir en tiempos sombríos. Maestro de los macchiette (pequeños sainetes, caricaturas al vuelo), Viviani fue prohibido por Mussolini como Horvath por Hitler, y luego levantaría acta, en su obra póstuma, del Nápoles de posguerra, la "Napoli millionaria" de Eduardo, un país convulso, desnortado y hambriento, en el que Marthaler ha creído encontrar no pocos ecos de la Alemania oriental tras la reunificación. Escritos entre 1944 y 1947, Los diez mandamientos no vieron la luz (ya fuera por su virulencia, ya por la dificultad de su puesta en escena) hasta 2001, cuando Mario Martone los presentó en el Teatro di Roma con motivo del cincuentenario de la muerte de su autor. La pieza napolitana es una ópera coral con más de cien personajes, de la que el montaje de Marthaler es apenas un eco, una selección de fragmentos. Se diría que tan sólo pretende atrapar la esencia de una commedia dell'arte contemporánea y descoyuntada, entre El Molino y un jeroglífico en un muro tapiado: a ratos recuerda también las zambullidas sardónicas y ferozmente sentimentales de Alfredo Arias (Mortadela, Fausto Argentino). Probablemente a Marthaler no le interese tanto la vinculación formal con Valentin y Horvath, o incluso con el Döblin abigarrado y caótico de Berlin Alexanderplatz, como el rastreo de una luz perdida, la luz del varietà. Y el acorde de un anhelo secreto, un río subterráneo: la nostalgia alemana por el Sur, por el desorden sensorial latino que tan bien supo expresar Werner Schröter en el díptico compuesto por El reino de Nápoles (1978) y Palermo o Wolfsburg (1980). En manos de Marthaler, pues, el texto vuelve a ser un mero pretexto para levantar una partitura escénica, un cuaderno de viaje, un poema afilado y compasivo, con sus habituales figuras de estilo: personajes humildes, eternos supervivientes, pasajeros en tránsito hacia no se sabe dónde, atrapados en grandes espacios indefinidos, diseñados con minuciosidad hiperrealista, y, por tanto, alucinatoria. A la derecha, una parroquia con un armonio triste, y bancos de madera y fluorescentes gélidos. En el centro, bajo una bombilla rancia, la embocadura de un pasaje rajado por las bombas. A la izquierda, un zumbón piano callejero. Reaparecen aquí sus viejos compañeros de juego: Anna Viebrock, a cargo de la escenografía y el vestuario; Andrea Koschwitz, responsable de la dramaturgia y, desde luego, doce espléndidos actores de "su" Volksbühne. Los diez mandamientos es un espectáculo largo (dos horas y media), desigual, mal cortado, con no pocas reiteraciones, pero con mucho corazón y mucha música en su centro. Canciones alegremente ortopédicas, como quien se empeña en bailar con una pierna más corta que otra: un alemán con un zapato de plomo y, en el otro pie, el giro sacacorchos de Totò. La vecina soltera que canta Quando, quando, quando a media tarde, mientras se seca las manos en el delantal; el marido cornudo que escupe Malafemmena. Música que une, como un repentino estado de gracia, a los oficiantes. El padre y la hija, cómicos ambulantes, alzando inútilmente la bandeja. El padre ya es un viejo pero sigue cantando Va pensiero en una esquina; la hija le dice: "¿Por qué cantas ahora, cuando anochece, cuando ya no hay nadie?", y de repente la plaza se llena de gente y todos cantan Va pensiero. En alemán, como si fueran camino de los hornos. Una gran extrañeza, una gran emoción. La puta flaca, vestida de negro, que aúlla Dove Sta'Zaza en la boca desdentada del pasaje. Tiemblan entonces las luces, retumba un trueno acercándose, y todos caen al suelo. Canciones, siempre, para después de una guerra. Como diría Montalbán, "de qué guerra no importa": es Nápoles en 1944, pero también la plaza del Padró durante los bombardeos de 1938, o los hombres y mujeres de la plaza de la Cebada durante el asedio franquista. Canciones conmovedoras como salmos laicos, himnos del País de la Memoria. Los diez mandamientos acaba igual que empezó, con los doce actores entonando, a coro, en la iglesia, una canción alemana cuyo estribillo dice: "Gastaría todo mi dinero por una noche en Capri". Y la jaculatoria final de un napolitano borracho y furioso, tras lanzar una retahíla de espumosas blasfemias: "Gozad bajo el sol y la lluvia en los días que os han sido concedidos. Todo lo demás no tiene sentido".
A propósito de Los diez mandamientos, de Viviani, presentados en Madrid por Cristoph Marthaler
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.