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Confusiones religiosas

Joan Subirats

Si atendemos al creciente eco que reciben en los medios de comunicación las cuestiones conectadas con las creencias religiosas y con los conflictos entre laicidad y confesionalidad, parecería que no hubiéramos superado momentos históricos en que estos temas acaparaban titulares y conflictos. Pero, por otro lado, si echamos una ojeada a los estantes de muchas librerías y a los cursos que se ofrecen en centros sociales, en tiendas alternativas y en los anuncios de muchas de nuestras calles, lo que observamos no es tanto una creciente secularización, como una efervescencia espiritual aparentemente insatisfecha y que se reviste de literatura de autoayuda, de prácticas contemplativas (con mayor o menor protagonismo corporal), y de todo tipo de cursos y cursillos para reforzar ánimos decaídos y egos maltrechos.

A esta efervescencia mediática de los temas religiosos ha contribuido tanto la ofensiva confesionalista de las huestes del Partido Popular en su etapa de gloria gubernamental, como la presencia en nuestras calles y ciudades de personas que han transportado prácticas y concepciones religiosas que nos parecen de otros tiempos. Y a pesar de que muchos de los recién llegados viven con cierta indiferencia esa militancia religiosa, lo cierto es que lo extraño de sus prácticas en un entorno pretendidamente de neutralidad laica, pero realmente teñido de signos, guiños y complicidades católicas resulta impactante. Parece claro que entendemos como natural lo que nos parece cercano y condenamos como arcaico lo que nos resulta extraño. Por otro lado, es cierto que la defensa sin matices de la diversidad puede conducirnos, en palabras de la antropóloga Dolores Juliano, a reductos de diferencia que cercenen la necesidad de buscar y encontrar los lazos comunes. Pero, al mismo tiempo, la oposición frontal laicismo-religión que ha emergido en Francia con el tema del velo, está provocando la construcción de mundos abstractos, autorreferenciales que acaban en callejones sin salida para unos y otros. O que, en palabras de una de las afectadas, nos lleva a dilemas terribles del tipo: "¿Sigo estudiando o sigo con mis convicciones religiosas y la expresión pública de las mismas?".

Es evidente que ante un islam que exaspera los lazos entre teología y ley, el sentido de pertenencia vinculado a las condiciones de desigualdad social se debilitan, y todo se enmascara en una identidad religiosa omnicomprensiva. Y así, la diversidad y el conflicto acaban construyéndose sobre bases inmateriales, poco vinculadas a las condiciones de vida y de trabajo, a la falta de capacidad de decisión política o la clara subordinación económica. Todo parece girar con relación a las partes del cuerpo que se muestran, las relaciones entre sexos, las abluciones diarias, lo que se come, cómo se nace o cómo se muere. Pero es, asimismo, cierto que en Occidente tenemos que quitarnos muchos de los velos que seguimos llevando, e interrogarnos sobre los muchos otros velos que históricamente han enturbiado nuestra visión del mundo. Y hemos de seguir aprendiendo cómo relacionar mejor normas públicas y privacidad, leyes y personas. Unas leyes que, por cierto, tratan a los individuos como entes abstractos, marginando o desconsiderando esferas más vitales. La crisis actual de la política también tiene que ver con ello, con la marginación de problemas que hemos dejado conectados sólo a la ética, a la religión, a una responsabilidad individual cada vez más confundida.

Si entendemos como progreso global y abstracto lo que sin duda es valioso, como es la progresiva modificación de roles masculino y femenino, la creciente salida de la mujer de pautas de sumisión de larga trayectoria histórica, y confundimos todo ello con una simple expresión de un individualismo sin perspectiva, poco habremos acabado avanzando. Una sociedad multicultural como la nuestra no puede reducir los interrogantes que se ciernen sobre nosotros, los problemas de esa generalización de riesgo y precariedad, a una lógica de polos opuestos estado-religión. Ya que ello implica desconsiderar muchos de los lugares reales donde se producen los cambios: las casas, las familias, las escuelas, los lugares de (no) trabajo, los espacios de ocio. En todos esos lugares los individuos reconocen sus conexiones. Viven sus vínculos. Es allí donde en palabras de Amos Oz, se dan cuenta de que son penínsulas y no meras islas. Y en ese contexto, hemos de reconocer que la espiritualidad desempeña un papel notable, ya que está en la base de los elementos de comunidad, de pertenencia común que tan significativo resultan en momentos de individualidad descarnada. Lo espiritual no puede reducirse a lo religioso. Implica ir más allá de la corporeidad, más allá de uno mismo, en una perspectiva colectiva que puede dar sentido a una existencia movilizadora en evolución constante. No creo que sea desdeñable este tipo de consideraciones en momentos de debate sobre laicidad y escuela, mientras atruenan los arcaísmos de la Conferencia Episcopal o mientras Jiménez Losantos escupe improperios en sus diatribas diarias. Si sabemos distinguir entre religión y espiritualidad, entre conocimiento del hecho religioso y catequesis, quizá logremos evitar derivas peores.

No creo que muchos católicos vean con orgullo la posición oficial de sus obispos. No creo que todos los religiosos vinculados a la docencia observen con satisfacción cómo sus aulas se llenan de niños y jóvenes que buscan aumentar sus privilegios, conducidos allí por padres deseosos de librarlos de los peligros que teóricamente les acechan en el exterior. No me parece inteligente abandonar el espacio reflexivo sobre el sentido de nuestra vida a todo tipo de prácticas y ofertas curalotodo, que aprovechan la desorientación general para introducir su mercancía. Es evidente que, por ejemplo, una parte de la escuela religiosa y la jerarquía católica trata de defender su cuota de mercado y para ello, equivocadamente, recurre a lógicas que refuerzan aún más su aislamiento y su desvinculación de los valores que deberían presidir su apostolado. Pero todo ello no debería hacernos olvidar que esa pertenencia al género humano que muchos defendemos, implica integrar todas las dimensiones de la persona, más allá de las diferencias de sexo, religión, de nacionalidad o de lengua, pero aceptando la complejidad de las dimensiones materiales y espirituales, aceptando la complejidad de las identidades múltiples.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona

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