Gracias a Dios
En los últimos meses en el ámbito de la Iglesia católica se han ido produciendo varios hechos de diversa índole relacionados de una u otra manera con la homosexualidad. A mí me han llamado especialmente la atención dos, que no son hechos aislados y tampoco más relevantes que otros del mismo tipo. Pero son estos los que me han impulsado a escribir.
El primero es la aparición en la página web de la Conferencia Episcopal de un documento que trata sobre "el verdadero matrimonio". El escrito, que arremete como Atila en su caballo contra la posibilidad de que las parejas homosexuales puedan casarse y tener los mismos derechos que los matrimonios heterosexuales, carece de todo tipo de argumentación, más allá de la repetición de ideas que no justifica, y está plagado de afirmaciones gratuitas que no aguantarían el primer asalto en el debate más básico. Cuando lo leí, la verdad es que me sentí ofendido: pensé que nuestros pastores debían algo más de respeto que el que dejaba traslucir el documento al conjunto de la comunidad creyente, que no era de recibo que para exponer su postura se limitasen a repetir las cosas hasta la saciedad sin dar razón de ellas, como si los creyentes (y de paso la sociedad en su conjunto) fuéramos niños pequeños sin capacidad de discernimiento. El documento está en Internet, de forma que quien quiera puede consultarlo.
Las cosas son distintas en la práctica diaria de la comunidad cristiana, pero este es el mensaje que llega a la sociedad
El segundo de los hechos comenzó a suceder en Vizcaya, más concretamente en Urkiola, en el marco de un encuentro de jóvenes, cuando, de forma inesperada, en medio de la celebración litúrgica, alguien leyó un comunicado de un grupo de gentes que reclaman ser reconocidos en la Iglesia como "miembros de pleno derecho", incluida en este reconocimiento, claro está, su condición de homosexuales (también en este caso el texto íntegro está en Internet, en la web del colectivo Somos Iglesia). Y lo que así empezó ha terminado hace poco -en realidad hay gente que teme que no haya terminado todavía-, cuando al responsable de que ese texto se leyera, que tenía encomendadas una serie de tareas pastorales, se le ha retirado la confianza y ha sido apartado del cargo en que trabajaba liberado en la Iglesia de Vizcaya. Para decir las cosas como se dirían en cualquier otro ámbito, ha sido despedido.
¿Qué decir de todo esto? Se me ocurren un par de reflexiones acerca del modo de hacer las cosas en ambos casos. El redactor del documento sobre el matrimonio tiene todo el derecho del mundo (y seguramente la obligación) de manifestarse públicamente acerca de estos y otros temas, no lo dudo. No voy a discutir si la forma de actuar de quienes leyeron aquel manifiesto en Urkiola fue adecuada o leal para con sus superiores (incluso estoy dispuesto a aceptar que no lo fuera, aunque habría que hablar largo y tendido sobre las posibilidades reales de difundir un texto así en la Iglesia). Y tampoco voy a poner en duda que la decisión de retirar del cargo al responsable fuera conforme a derecho (estoy seguro de que lo fue). Sin embargo, la actitud que subyace a estas actuaciones me parece difícilmente conciliable con los principios que inspiran, por ejemplo, la Declaración Universal de Derechos Humanos y la misma democracia. Y, qué quieren, me resulta imposible imaginar que Jesús en nuestros días considerase inferiores o sujetos de menos derechos a tales o cuales personas, debido a su opción religiosa, política o sexual, o que se escudase en la normativa vigente para evitar que la libertad de expresión se desarrollase con normalidad.
Y es que a mí me parece que la postura de Dios ante todo esto es distinta de la que sucintamente he relatado. Pero, además, es de una claridad palmaria que los homosexuales en nuestra sociedad son lo que podríamos llamar "ciudadanos de segunda". Y lo son por varias razones: objetivamente porque desde el punto de vista legal no han podido, al menos hasta hoy, vivir su opción sexual y su relación de pareja en las mismas condiciones que los demás, con las consecuencias que esto tiene en muchísimos ámbitos de la vida diaria. Y además son personas discriminadas en su valoración social. Esto, desde el punto de vista cristiano, quiere decir que son destinatarios preferentes del mensaje evangélico, no samaritanos impuros a extinguir. Y sin embargo no es así como los tratamos en la Iglesia, al menos por lo que se puede deducir de las manifestaciones oficiales de la jerarquía eclesial.
Sé que las cosas son distintas en la práctica diaria de la comunidad cristiana, pero el mensaje que llega a la sociedad como mensaje de la Iglesia es éste; y lo cierto es que la mayoría de los que defendemos una postura diferente "acallamos la palabra que nos quema por dentro" por diferentes razones.
Quien haya aguantado hasta aquí se preguntará por qué estas letras se titulan Gracias a Dios. La explicación está en unas palabras que Jesús, según relata el evangelio de Mateo, dirigió a la buena gente de su tiempo, a los individuos piadosos que conocían y cumplían la ley de Dios: "En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas llegan antes que vosotros al Reino de Dios Porque vino Juan a vosotros por caminos de justicia (...) y los publicanos y las prostitutas creyeron en él.". (Mt. 21, 31-32). Yo creo que hoy se puede decir esto mismo de otra manera: los homosexuales, junto con las víctimas de la miseria, la violencia, la marginación de cualquier tipo y el resto de plagas que generamos los hombres y mujeres que poblamos la Tierra, llegan antes que muchos de nosotros al Reino de Dios. Creo que la promesa de liberación del Dios que sacó a su pueblo de Egipto está destinada también a ellos y que se está cumpliendo ya en esta Tierra, incluso a pesar de algunos de nosotros, sin esperar a un futuro escatológico. Y creo que esto es así gracias a Dios. Y además doy gracias a Dios por ello.
Bittor Uraga Laurrieta es traductor y documentalista.
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