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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Mala sombra

SI EL PRESIDENTE de honor del Partido Popular pretendía que el presidente nacional saliera del congreso con plomo en las alas, no podía haberlo hecho mejor. Su enfática afirmación reclamando para sí personalmente y para su partido de forma colectiva la posesión de la razón recordaba -ya que estamos en tiempo en que todo el mundo recuerda el pasado- una conferencia pronunciada hace cincuenta años por Antonio Tovar cuando reclamaba con idéntico fervor para Falange Española la posesión de toda la razón: nosotros teníamos razón, repetía una y otra vez Tovar en aquella conferencia, titulada "Lo que a Falange debe el Estado". Lo mismo con Aznar: al reclamar tan agónicamente la razón, reclama, en efecto, la devolución de algo que le debería no sólo el Estado, sino la sociedad española y su partido.

¿En qué podría consistir esa deuda? Los dos grandes asuntos en los que Aznar reivindica la razón tienen que ver, como es harto sabido a fuerza de repetido en tantas falsas despedidas, con el fortalecimiento de la unidad de España y su elevación al rango de gran potencia. Lo primero tuvo su expresión en la refundación de un españolismo político frente a las reclamaciones nacionalistas; lo segundo, en una alianza estratégica con Estados Unidos y el Reino Unido como tercer socio en la guerra contra el terrorismo internacional. A esas dos empresas dedicó Aznar su segunda legislatura, y lo hizo como quien sabe que dispone de la oportunidad definitiva: a fondo y sin asegurar ningún camino no ya de retirada, sino de diversión por los flancos. Lo hizo a la manera de los suicidas: de frente y por derecho.

Al emprender una política de estas características, Aznar tomó en consideración unos datos de la realidad con detrimento de la comprensión del conjunto. Todo lo que no convenía o lo que contradecía esos dos objetivos era negado como si se tratase de un despreciable antipatriotismo, como si la Anti-España hubiera resucitado. Ciertamente, Aznar estuvo bien servido por sus pensadores de cabecera, poseídos de pronto de la misma visión profética de un futuro en el que una España reconstruida en su unidad desempeñara un papel determinante en la política mundial. Podía pensarse que se trataba de una insensatez, contra la que militaban innumerables datos de la realidad que finalmente acabaron imponiéndose de la manera más desastrosa posible. Pero que algunos lo advirtieran no mellaba en nada la resistencia del protagonista de esta empresa: para concebirla hacía falta haber perdido el sentido de la realidad. Sin complejos, así era como había que lanzarse a la reconquista de la unidad contra los nacionalismos para catapultarse después a la conquista del mundo con las grandes potencias.

Aznar no ha renunciado a ese empeño; se desvive por reivindicarlo cada vez que la ocasión se presenta. Sólo que su lenguaje, su misma presencia física, sus evocaciones del pasado, su gesto, revelan cada vez con mayor patetismo un desequilibrio de fondo. Todo de lo que podía razonablemente presumir: haber refundado un gran partido de derechas sobre la base de aceptación de la Constitución; haber conquistado en dos ocasiones el poder para ese partido; haber combatido con tesón y eficacia a ETA y a sus cómplices de la kale borroka; haber presidido una época de bonanza y expansión económica... queda dilapidado en estas intervenciones reivindicativas, enojosas también para los suyos, fuera de lugar, bordeando o cayendo en el ridículo con evocaciones no ya inapropiadas, sino simplemente grotescas, como la llegada de los moros a la Península o el retorno a la primavera de 1936, con la que su principal acólito pretende acumular méritos para el futuro.

En política nunca se tiene razón contra los datos de la realidad, contra los hechos. La palabra no crea realidad, la expresa. Sin duda, al expresarla interviene en ella, puede modificarla, pero jamás negarla. O sí, pero a costa de la pérdida de sentido. Lo peor que le puede ocurrir a Aznar y al legado que, para bien y para mal, ha dejado en su partido es esta insistencia en reclamar una razón que los hechos niegan. Con todo el respeto hacia la persona, es preciso decir que las dos grandes direcciones en las que pretendió meter a puñetazos la política española durante su segunda legislatura constituyeron dos ensoñaciones construidas sobre la negación de la realidad, sobre la ceguera voluntaria y la renuncia a ver las cosas como son. Y cuando se niega la realidad, se pierde la razón y resulta un tanto ridículo reclamar cualquier deuda que el Estado, la sociedad o su propio partido hubiera contraído con él. Nadie le debe nada. Si acaso, su sucesor haber comenzado bajo tan mala sombra la presidencia nacional de su partido.

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