Jacques Derrida, un 'sin papeles'
Probablemente, llegada la hora de su muerte, pocos críticos le discutan públicamente a Jacques Derrida su condición de clásico del pensamiento contemporáneo. La verdad es que, vista la cosa tan sólo con un poco de perspectiva, semejante reconocimiento habrá de sorprender a bastantes. No hace tanto que Derrida era considerado casi como la figura más emblemática, más representativa, de un modo de hacer filosofía afrancesado cuyos rasgos más característicos eran precisamente su debilidad epistemológica, su ausencia de rigor y la querencia por unas categorizaciones extrañas, cuando no oscuras, muy alejadas de los estándares de claridad y nitidez propios de las filosofías racionalistas de contrastado linaje. (No descubro ningún secreto al comentar que todavía es de buen tono, en determinados ambientes filosóficos, hacer bromas a cuenta de la absoluta ininteligibilidad de las más conocidas propuestas derridianas, como si fuera una de las pocas ignorancias o incomprensiones de las que en este medio se puede alardear sin vergüenza).
Pero las cosas cambiaron a gran velocidad en muy poco tiempo, y el lugar firme y estable en el que creían estar instalados muchos de los críticos de Derrida resultó ser infinitamente más inestable de lo esperado: caducaron las más sólidas certezas, decepcionaron las más fundadas expectativas y hete aquí que hubo de ser precisamente el tan denostado -por verborreico, poco serio o incluso frívolo- filósofo argelino el que tuvo que dar la cara por Marx (Espectros de Marx), el que fue capaz de reflexionar de manera radical sobre la justicia (Fuerza de ley) o el que supo adentrarse de manera perspicaz en ámbitos tan delicados para el pensamiento como la amistad (Políticas de la amistad) o la muerte (Aporías), por citar algunas de sus intervenciones más señaladas.
A primera vista podría pensarse que finalmente el tiempo se había encargado de hacer justicia y que las valoraciones que terminó recibiendo este autor, en especial en los últimos años, el hecho de que sus aportaciones aparecieran ya citadas con toda normalidad al lado de las de pensadores como Rorty, Vattimo, Habermas, Davidson y alguno más, acreditaban que las iniciales resistencias eran agua pasada y que episodios como el del libro de Sokal (en el que las categorías de Derrida aparecían utilizadas como el prototipo de un lenguaje filosófico tan carente de sentido como pretencioso), o la clamorosa oposición, hace no demasiado, de algunos importantes profesores de Cambridge a que le fuera concedido un doctorado honoris causa eran sólo los últimos coletazos de un talante filosófico, antaño triunfante pero hoy felizmente moribundo, caracterizado por su intransigencia y por su rigidez.
Mucho me temo que una tal interpretación deba ser considerada más bien como un nuevo episodio de la conocida confusión entre deseos y realidad. No cabe echar en saco roto el dato de que la resonancia obtenida a partir de los años setenta por las propuestas derridianas tuviera lugar en las más avanzadas escuelas norteamericanas de crítica literaria, como la escuela de Yale (con Paul de Man al frente) y el New Criticism. El dato no es, ciertamente, irrelevante. A diferencia de lo ocurrido con los filósofos europeos instalados en Estados Unidos con ocasión de la Segunda Guerra Mundial, Derrida habría triunfado en departamentos de literatura (y no de filosofía). Con otras palabras: Derrida tuvo siempre algo de extranjero en el país de los filósofos.
Ahora bien, ¿es justo este persistente reproche de extranjería teórica? No parece que a nadie se le pueda imputar semejante cargo por el solo hecho de cuestionar que la tarea previa y prioritaria en este momento para la filosofía sea el diseño y establecimiento de líneas de demarcación y de fronteras entre las diversas formas del saber. En realidad, lo más propio sería afirmar que Derrida -como le sucedía a unos cuantos contemporáneos suyos, denostados por lo mismo- no estaba tanto por la desaparición, disolución o desvanecimiento de los géneros, como por el surgimiento de un nuevo género, sobre cuya denominación aún no habría acuerdo.
Sería un género complejo, heterogéneo y mestizo, que incluiría como autoridades a autores de muy diversa procedencia y cualificación. Junto con la referencia a filósofos en sentido tradicional, como Hegel, Nietzsche o Gadamer, encontraríamos en este discurso emergente la referencia a científicos sociales como Saussure, Freud, Goffman, Lacan o el propio Marx.
Las obras pertenecientes a dicho género -de las que algunas de las más importantes de Derrida forman parte- no se dejan confinar en el ámbito de la teoría literaria, en la medida en que muchas de las más interesantes no se remiten a la literatura, pero, no obstante, proporcionan herramientas de interés para abordar la dimensión textual, lingüística, de la obra literaria.
Lo que se parece mucho a afirmar: si el concepto de extranjería (incluso teórica) ha ido perdiendo fuerza y capacidad de determinación en un mundo crecientemente interconectado, en el que las fronteras (y, en consecuencia, las líneas de demarcación) se han ido difuminando, los criterios con los que establecer el interés de cualquier propuesta deberán variar, colocando como uno de los valores primordiales, no ya la capacidad de defender la cohesión territorial de las diferentes regiones teóricas frente a las agresiones externas, sino la capacidad de vehicular discursivamente -esto es, de permitir pensar en el seno de un nuevo orden de sentido- esta insoslayable heterogeneidad con la que se nos aparece el mundo.
No procede en este momento del adiós dejarse llevar por la emoción filosófica y precipitarse en atribuir en exclusiva a Derrida semejante mérito a título póstumo; baste ahora con señalar, a modo de despedida, que no le faltaba razón a nuestro autor cuando se quejaba de la actitud de muchos de sus críticos al respecto y observaba: "Frente a la mínima complicación, frente al mínimo intento de cambiar las reglas, los presuntos abogados de la comunicación protestan por la ausencia de reglas y la confusión".
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona e investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.