El superviviente de oro
Un especialista en pillar a contrapié a sus rivales y a la propia cultura de su deporte
Óscar Freire (Torrelavega, Cantabria; 1976) era un hombre despistado. Era su fama. Se olvidaba del pasaporte y se acordaba cuando estaba en el aeropuerto facturando; se olvidaba de las zapatillas de correr; del dorsal; se perdía, como en Lisboa dos días antes de ganar su segundo título, cuando salía a entrenarse con sus compañeros y tenía que volver al hotel en taxi. Decían, y él no perdía tiempo en desmentirlo, que aquélla, la del despiste, la ingenuidad, la capacidad para crearse su mundo y vivir en él, era su verdadera fuerza. Que cuantos más episodios de olvido sufriera mejor correría. Era un mito simpático que no le hacía daño. Un mito que ayer ya nadie recordaba. Freire, un español menudo, 64 kilos, y con condiciones increíbles para su trabajo, ya no necesita anécdotas más o menos inventadas para tener una historia, lo que no impide que sea, quizás, el ciclista más atípico de la élite.
Posee una fuerza mental única, su 'nube', y una gran capacidad para coger rápido la forma
Pese a ser un sprinter, al que debería medirse más por las victorias que por la categoría, la calidad o el modo de conseguirlas, Freire nunca ha querido entrar en competencias desenfrenadas con otros colegas, tipo Petacchi o Cipollini, para acumular más números. Lo suyo es la calidad. En 1999, para sorpresa general, ganó el Mundial de Verona. A los 23 años. Un triunfo que para muchos es la culminación de una carrera para él era el segundo de su carrera, que se resumía en el modesto de la Vuelta a Castilla y León del 98. Freire es un maestro en el arte de pillar a todos a contrapié. También, a él mismo.
Llegó a su primer equipo, el Vitalicio de Javier Minguez, porque el director vallisoletano, que había acudido a fichar a Pedro Horrillo, le vio ese día ganar el trofeo Balenciaga como amateur. Después de dos años de lesiones y desencuentros y de ganar su primer título, decidió que su carrera no podría ser la de cualquier español en un equipo español, asfixiado por las Vueltas, el amor desmedido por la montaña, el desprecio cultural hacia las clásicas..., y emigró. Se fue al Mapei, la superescuadra del momento, la de Bettini, Museeuw, Bartoli, Tafi... Se podría temer por su supervivencia. Pero resistió pese a que una insidiosa lesión en la espalda, un dolor para el que no encontraba cura, le tuvo meses parado o rindiendo por debajo de lo que quería. Resistió porque, aparte de una fuerza mental única, lo que la gente llama "su nube", posee una cualidad física que todos resaltan: una entrenabilidad prodigiosa; lo que otros llaman clase: una gran capacidad para, entrenándose poco, ser capaz de coger la forma máxima en poco tiempo. Y así, pese a los parones, las lesiones, la poca competición, fue capaz de ganar a Bettini en Lisboa 2001. Después, cuando cerró el Mapei, cuando quedó fuera del Mundial de Zolder, el de Cipollini, porque le rompieron un radio de la bicicleta; cuando parecía que su pasado pesaría más que su futuro, rechazó volver a España y se fue a Holanda, al Rabobank, alejado de él en todos los sentidos. Ni entendía apenas el inglés y mucho menos el holandés ni la rígida moral calvinista de sus compañeros, trabajadores esforzados a diario. Con ellos su palmarés tampoco se multiplicó el primer año, 2003. Con ellos, sin embargo, este 2004, iniciado con un fabuloso triunfo, por delante de Zabel, en la Milán-San Remo cerrando una deuda del ciclismo español de 45 años, parecía que iba a ser definitivo. Con ellos, sin embargo, también una lesión complicada estuvo a punto de echarlo todo a perder.
Ayer aún corrió Freire con un sillín recortado a mano, rebajadas las zonas de mayor fricción con su entrepierna, con unos molestos forúnculos. Las molestias le hicieron perderse el Tour, una caída le hizo volver de vacío de los Juegos Olímpicos... El año llevaba camino de la frustración. Una victoria de etapa en la Vuelta, un día sin Petacchi, le hizo renacer. Ayer llegó de nuevo su nube, un lugar de donde sólo le bajaron las lágrimas de su madre, Raquel: "Es el primer Mundial al que vengo. No fui a Lisboa porque entonces enfermó y murió mi madre, la abuela de Óscar. Y ahora sólo me acuerdo de ella".
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