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Columna
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Cuentistas

Vivimos un mejunje. Un poti-poti, diríamos expresivamente en catalán. Todo se mezcla. Todo vale. Pasado y presente se confunden, realidad y ficción parecen lo mismo. La demagogia se convierte en verdad y la verdad en demagogia. Bien y mal conviven amistosamente, en apariencia. Hasta la comedia y la tragedia son difíciles de distinguir, según plantea Woody Allen en su última película Melinda y Melinda: la misma historia de Melinda es, a la vez, drama y farsa.

¿Todo es según el color del cristal con que se mira? Mucho más que eso: Campoamor queda desfasado cuando resulta que los efectos de la ficción son, al menos, los mismos que los de la realidad. A todo el mundo parece darle igual que las cosas sucedan así. Ahí está Amenábar, con su falso Sampedro encarnado por Javier Bardem, para hablarnos de la realidad de la eutanasia. El éxito de Mike Moore explicando la vida oculta de EE UU marca tendencia: la ficción y el glamour están de capa caída. Tanto Amenábar como Moore anuncian nuevos temas, nuevas preocupaciones, otros intereses. El público los sigue.

Esto es nuestra época: las noticias (reales) parecen películas y el telediario una superproducción, con sus actores de comedia o de tragedia, según se mire. "Cuentistas globales" dijo el director estadounidense Paul Schrader que éramos los periodistas. Añadió -era en 1996- que el periodismo había tomado el papel del cine. Y hoy el cine ejerce la revancha: hace de periodista, de analista, de historiador. He visto un buen puñado de películas recentísimas presentadas en el Festival de Cine de San Sebastián, todas ellas tienen algo en común: explican cosas de la realidad más próxima que nunca veremos por la televisión, una televisión adoradora del estilismo, el espectáculo y de la basura para ser más precisos.

El cine, seguramente el mejor cine de ahora, hecho en cualquier lugar del mundo -lo cual incluye al cine independiente de Estados Unidos-, abraza la realidad, ama el documento o lo recrea, busca explicaciones a los hechos, indaga en las causas, ata cabos y expone consecuencias. Lo hace con un rigor extraordinario, como en el caso de Omagh de Pete Travis, estremecedor relato del bombazo que mató a 30 personas en 1998 y el alucinante vía crucis por los tribunales y los servicios secretos británicos de quienes buscaban llevar a los autores del atentado ante la justicia y aún no lo han logrado. El mismo rigor se aprecia en La pesadilla de Darwin, narración de unos hechos acaecidos en Tanzania donde un pez introducido en el lago Victoria aniquila toda la fauna marina a cambio de beneficiar las oligarquías locales.

Un cine que recupera la memoria de todos para hablar de los problemas históricos del aborto en Vera Drake de Michael Leigh, ganadora del León de oro de Venecia, o explicar, como hace Patricio Guzmán con pericia y delicadeza extremas, lo que nunca supimos sobre Salvador Allende y así lo conozcan las jóvenes generaciones. John Sayles, director de Silver City -una irónica recreación de cómo se fabrica un presidente: Bush mismo- decía en San Sebastián que "El cine debe mostrar lo que sucede". Y esto es justamente lo que ahora hace, incluyendo el efecto que la televisión tiene en las generaciones educadas por ella.

Parejas que viven sin casarse, violencia urbana extrema, dramas de la inmigración, corrupción institucional, guerras, desempleo, depresión, pobreza, e incluso el sexo duro -ahí esta Nine songs de Winterbottom- buscan, en el cine de ahora mismo, traspasar el umbral del mero espectáculo impactante -sensacional- para encontrar el por qué de tanto desconcierto y sufrimiento humano. No tiene nada que ver con lo que se llamó compromiso, sino con algo más pedestre y próximo: la oportunidad. La gente anda buscando explicaciones a las barbaridades y los cambios que le rodean. Sólo un trabajo lento y concienzudo -esto es el cine- puede ofrecérselas. Hoy todo lo demás va demasiado rápido.

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