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Espacios de posibilidad

Joan Subirats

La ciudad se nos va haciendo pequeña si no la sabemos imaginar de distintas maneras. La densidad, eficaz en términos medioambientales siempre que se sea consciente de los efectos y dependencias que genera con relación a su entorno, se nos torna un laberinto difícil de soportar cuando crece exponencialmente la rivalidad de usos en los escasos espacios públicos de que disponemos. Y el problema es que, en la ciudad contemporánea, los espacios o son plurales o no responderán a los requerimientos democráticos y convivenciales mínimamente exigibles. La ciudad moderna se estructuró sobre fuertes procesos de urbanización y regularización condicionados por la estructura de propiedad. En medio, se trazaban espacios de movilidad y encuentro, que quedaban encuadrados en la condición de públicos. Y así, con otros complementos, se fueron configurando espacios públicos y privados. Los espacios privados eran aquellos en los que eran operativos los derechos negativos, el derecho a la no interferencia. Los espacios públicos se convirtieron en el ámbito en el que se fue luchando por hacer reales aquellos derechos positivos muchas veces sólo formalmente establecidos. Pero ahora, para clasificar los espacios, urbanos o no, cada vez es más significativo distinguir entre los de acceso libre y los que ven de alguna manera restringido ese acceso.

Hoy tenemos en marcha muchas derivas contradictorias en estos temas. Los hay que hablan de la erosión del espacio privado, de la interferencia constante de agentes externos en las esferas consideradas como propias de la autonomía o de la intimidad. Pero asistimos también a la privatización de los espacios públicos, a través de mecanismos más o menos sutiles que pretenden preservar esos espacios para algunos o mercantilizar su uso. Parecería que la política esta en peligro si el espacio público deja de ser lo que era. Pero, curiosamente, si atendemos a la historia, no encontramos la política sólo en los espacios públicos. Muchos colectivos, muchas personas, muchas mujeres, han usado las esferas de privacidad para poder desarrollar discursos y prácticas que no era posible desplegar en espacios abiertos, en espacios públicos. Pero, al mismo tiempo, esos espacios cerrados al control público han escondido largo tiempo situaciones de opresión y violencia, contra mujeres y niños, por ejemplo. Hoy tenemos nuevas intromisiones de nuestra privacidad, sea usando el anonimato de las nuevas tecnologías, sea por las exigencias aparentes de la pulsión securitaria. Así, la política se ha ido desplazando. La vida cotidiana se ha politizado, rompiendo fronteras consideradas hace tiempo inviolables. Lo personal es también político.

Y en el espacio público, la creciente complejidad y competencia por el espacio y por desplegar las distintas formas de expresar la diversidad y la autonomía nos están conduciendo a demandas o a experiencias de restricción de usos, de restricción de espacios, de restricción de personas, usando instrumentos económicos, de afinidad o simplemente de vecindad. Cada vez hay más gente haciendo más cosas en todas partes. Cada vez hay más públicos presentes en un mismo espacio público. Y eso es, al mismo tiempo, un signo de vitalidad y un signo de conflicto. Las calles y plazas de la ciudad ven aflorar en sus balcones todo tipo de demandas, dirigidas generalmente a mejorar una calidad de vida que se entiende deteriorada por la ocupación excesiva, por el uso desmedido de esas mismas calles y plazas. Se añora el silencio. Se añora la comunidad de los iguales no perturbada por extraños. Para muchos empieza a ser verdad que el mayor lujo es disponer de espacio vacío.

Y es cierto que si reivindicamos más civismo, más compromiso ciudadano con la vida colectiva, con la ciudad como patrimonio común, deberíamos extender puentes, favorecer lazos, desarrollar vínculos entre los que conviven en esas plazas y calles. Pero, al mismo tiempo, la ciudad atrae por la capacidad de contener una gran cantidad de oportunidades y recursos, y permitir a la vez un notable nivel de anonimato, de diferencia y, por qué no, de conflicto. No creo que una ciudad con alta calidad de vida y con mucha implicación ciudadana y complicidad con el pulso urbano, exija asimismo un fuerte nivel de homogeneidad social, cultural e ideológico. Si el reforzamiento de la comunidad pasa por el postergamiento del reconocimiento de la diferencia, no creo que acabemos ganando nada con el trato. Deberíamos ir reconociendo las nuevas formas de relación social que se van gestando y los nuevos espacios que cada una de ellas desarrolla. Y afrontar todo ello admitiendo que el antagonismo y la diferencia son inevitables. No podemos encerrar la vida democrática en el orden institucional previsto y canalizado para sociedades muchos menos complejas que las actuales. Los conflictos urbanos a nivel micro no se resolverán positivamente si se busca orden restringiendo accesos, usos o securizando artificialmente. Lo mejor es buscar fórmulas de acomodación de usos trabajando con tiempos y combinaciones diversas, a través de procesos de mediación y diálogo. Si pasteurizamos la ciudad, al final lograremos que ni a los turistas les guste. Nos ilumina Richard Sennet: "Las ciudades pueden estar mal gestionadas, repletas de delitos, sucias o decadentes. A pesar de ello, mucha gente piensa que incluso en la peor de las ciudades imaginables, vale la pena vivir. ¿Por qué? Porque las ciudades tienen la capacidad de hacernos sentir mucho más complejos como seres humanos".

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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