Leyendas urbanas
Perspectiva. Años. Etapas. Paciencia. Perseverar en la verdad. Todo acaba sabiéndose: estamos a un paso del final feliz. Dos fantasmas han resucitado para bien. El caso Estevill y el caso Erquimia son hoy la radiografía cruel del oasis catalán de hace 10, 15 años. Las toneladas de basura física y moral acumulada en las cloacas catalanas emergen descaradas ante los ojos del presente. El paso del tiempo suaviza la virulencia de lo flagrante, pero no impide la vergüenza ajena que da el conocimiento de la historia ni la satisfacción por la tardía comprobación de lo que, en su época, fue un secreto a voces.
Él mismo lo acaba de reconocer en un juicio público: el ex juez encarcelaba y absolvía a golpe de talonario. Sonreía y acojonaba. Abroncaba a los periodistas preguntones y, con oportunos contactos subterráneos, lograba silenciarlos. Obtenía favores y réditos personales, colocaba a su gente, influía en la política, en la banca y en todo lo intocable. Aquí no pasa nada: la justicia hace su camino, se jactaba. Tenemos memoria. Nunca hubo pruebas hasta ahora: los escorpiones acaban matándose entre ellos.
Parece de novela, pero era -es- una parte real de la Barcelona más secreta y oculta, innombrable y maldita. Esa Barcelona hecha de conspiraciones de mantel blanco, veladas de ópera, suaves conversaciones, venganzas sutiles: una trama de padrinos y ahijados, fiel clientela, devota tribu de entendidos, conjurados en el silencio y las buenas palabras. Eduardo Mendoza haría maravillas con ese material humano, herederos todos ellos del mundo de Onofre Bouvila.
Ésta es la otra cara: la ciudad de los prodigios resurge en sus subterráneas peculiaridades. La bolsa sona mientras la basura crece. Y crece siempre dentro de la legalidad, por supuesto. Es el caso de las más de ¡300.000! toneladas de residuos tóxicos acumulados durante décadas en Filx. Está claro: entonces no había conciencia ecológica, ni leyes anticontaminación; además todos fumábamos como carreteros. En Flix estaban en juego los puestos de trabajo y ¡la supervivencia de un pueblo entero! Casi nadie está a salvo, para nuestro bochorno, de haber mirado hacia otro lado durante tanto tiempo.
Hace décadas tampoco había pruebas y circulaba otro secreto a voces: el tema Flix era tabú. Acabamos de enterarnos -por los periódicos- de que la montaña de basura tóxica ofrece "mercurio, hexaclorobenceno y policlorobifénilos", todo ello aderezado con "residuos radiactivos". Menuda papeleta para el nuevo consejero de Medio Ambiente. Hoy ni se sabe en cuántos lugares de la geografía catalana puede acumularse cualquier cosa.
"Lo que no mata, engorda", decíamos hace décadas. Perdonábamos con facilidad los delirios de los Bouvilas de turno. Quienes recordamos la frase tenemos la piel curtida, pero los jóvenes no; ellos exigen seguridad de todo tipo. No les basta con que una Administración -lamentablemente desprestigiada tras lustros de oasis y de hacer la vista gorda- les asegure que el Ebro no baja turbio: saben el truco. Tampoco se quedan tan tranquilos cuando tras una tormenta no les funciona el móvil, el ordenador o la playstation por el colapso de la electricidad o la tecnología ultramoderna instalada chapuceramente. La exigencia de estos jóvenes es hoy nuestra esperanza.
La Barcelona de los amables corruptos y los sibilinos embaucadores hoy muestra nuevas caras. Por ejemplo, la de la incompetencia. La de los servicios -el gas, la luz, la salubridad, el transporte, las comunicaciones- que se pagan y no funcionan. La Barcelona de las pretensiones globales-pueblerinas, los delirios financieros o las ingenierías laborales. Los secretos a voces hoy se llaman leyendas urbanas: situaciones que parecen inverosímiles y que acaso, como estos fantasmas resucitados, se muestren reales en el futuro. El tiempo no perdona.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.