Melodrama en el maratón
Un espectador ebrio detiene algunos segundos al brasileño Lima cuando iba ganando y la victoria final es para el italiano Baldini
El ganador del maratón de los Juegos de Londres, en 1908, un pastelero italiano de Capri llamado Dorando Pietri, fue descalificado porque recorriendo los últimos metros en el estadio de la Ciudad Blanca se desvaneció varias veces, varias veces se cayó delante de la reina Alexandra y varias veces fue ayudado por los árbitros de la carrera, entre ellos el creador de Sherlock Holmes sir Arthur Conan Doyle, a ponerse de pie y terminar los 42,195 kilómetros. A Vanderlei Lima, un brasileño de 35 años que tuvo el coraje y la osadía de romper la carrera y acelerar solo hacia la victoria antes incluso de pasar por la media maratón, un borracho irlandés, zumbado y fanático, con leyendas bíblicas sobre el fin del mundo y el segundo advenimiento de Israel en la camiseta, una boina verde y una falda escocesa, se le cruzó por el camino cuando las luces de Atenas ya alumbraban al fondo.
"Estaba asustado, no sabía si el loco tenía una pistola. Pero no quise llorar para no perder todas las esperanzas"
El agresor fue Cornelius Horan, un irlandés con leyendas bíblicas sobre el fin del mundo en la camiseta
Se echó encima del aterrorizado brasileño, de su cuerpo frágil y fatigado, una mole ebria lo empujó, lo sacó de la carretera de Maratón, lo empujó contra el público. "Allí perdí varios segundos. Estaba asustado. No sabía si el loco tenía una pistola", dijo luego Lima. "Pero no quise llorar. No quise perder todas las esperanzas". A Vanderlei Lima, la intervención extemporánea de un espectador también le privó de la victoria. O por lo menos del derecho a disputarla en igualdad de condiciones. Lo que no quiere decir que no mereciera la victoria Stefano Baldini, de 33 años, un italiano de Reggio Emilia, quinto de 11 hermanos, hijo de campesinos y trabajador en una fábrica de cementos hasta hace poco.
Cuando Cornelius Horan, presuntamente su agresor, según la policía, un irlandés que se hace llamar el clérigo del Grand Prix, le asaltó, en el kilómetro 37, pasada la subida de Stavros, la puerta de Atenas, la ventaja de Lima, que había llegado a ser de casi un minuto, se estaba diluyendo aceleradamente. Baldini, que pocos kilómetros antes había iniciado el asalto a la victoria, estaba ya a 17 segundos, y acercándose. Detrás de él, de uno en uno, una fila de hombres agotados, sudorosos, resecos. El estadounidense Keflezighi, nacido en Eritrea y emigrado en busca de una vida mejor, el británico Jon Brown, heredero de una rica tradición, los japoneses Aburada y Suwa, de la tierra donde la maratón es una religión, el keniano derrotado Paul Tergat, el récordman del mundo que, acostumbrado a correr con liebres, a ritmo fijo y regular, no había podido resistir una carretera de tirones y parones, un recorrido de toboganes, el ansia que anima el sueño olímpico en todos los maratonianos del mundo, sea cual sea su pedigrí. Ya entonces los españoles no estaban en condiciones de afirmarse.
A Maratón habían llegado todos mareados bajo el sol achicharrante. El autobús que los transportó desde la Villa Olímpica había elegido la carretera más sinuosa, atravesando puertos de montaña, para llevarlos. A Toni Peña, el mallorquín, los voluntarios le habían derramado el avituallamiento líquido del kilómetro 30, sus líquidos especiales, sus caprichos imposibles de restituir. A Julio Rey, el toledano que había brillado el año pasado en París, se le revolvieron las tripas. La organización había dispuesto agua en los puestos, pero agua del tiempo, o sea, caldo; en cambio su bebida propia estaba bien guarda en neveras con hielos, y pese a que habían previsto evitar los nefastos efectos para los intestinos de la mezcla frío-caliente con los movimientos obligados de quien está corriendo calentando ligeramente sus bebidas frías llevándolas un rato en la mano antes de beberlas, Rey no tuvo más remedio que pararse a media maratón y aliviarse entre los olivos. Después, en meta, volvieron a asaltarle los retortijones. José Ríos, cabeceando bajo la gorra, era el más regular, pero no dio más de sí. No pudo con la subida de Pikermi, a los 25 kilómetros, el tramo más duro.
En el kilómetro 36, cuando el ritmo sostenido, rápido para las condiciones -tres minutos kilómetro- de Lima había destrozado el grupo, Mebrahtom Keflezighi se dijo "¿por qué no yo, por qué no yo?" y lanzó un ataque devastador. Sólo le aguantó Baldini, que podría ser el bisnieto de Dorando Pietri, el sobrino de Gelindo Bordin, el único italiano que había ganado una maratón olímpica hasta ayer. "Me siento un león, estoy como nunca", había avisado la víspera. Y como un león replicó al eritreo-americano, como un león se lanzó a por el pobre Lima, lo adelantó sin volverse, se lanzó cuesta abajo hacia la fiesta del estadio de la pista negra, de las gradas de mármol, al Panathinaiko donde le esperaba una multitud alegre y celebrante que lo recibió con vítores y saltos de alegría, pero que se guardó lo mejor, la gran ovación, la aclamación profunda para Lima, que entró feliz, bailando. El héroe injustamente apeado de la lucha.
A Lima, el brasileño que sueña con ganar la San Silvestre de Río de Janeiro, le queda el consuelo de leer lo que escribió de Dorando Pietri -posteriormente una celebridad a quien la reina entregó una copa de oro- Harold Abrahams, el atleta en quien se basó Carros de fuego: "Si Dorando hubiera corrido un poco más despacio y hubiera llegado más entero al estadio, seguramente habría ganado la maratón y con toda probabilidad diez años más tarde nadie habría vuelto a oír hablar de él".
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