Invierno -julio y agosto- en Las Chapas
Cómo hablar de mi verano si ya no veraneo, ahora hiberno. Busco un lugar óptimo en el que perderme en mí mismo, y todos los años es el mismo. Un lugar de la costa que me protege, me hace olvidar el resto del año, regresar cada verano al mismo espacio y darme un chapuzón en las mismas aguas. Aunque eso es veranear, me dicen. El lugar al que retorno ocupa un punto gordo en los mapas que manejo, entre Fuengirola y Marbella, sobre Calahonda y Cabopino, justo encima de Las Chapas.
Ahora, mientras hiberno veraneando, trato de explicar por qué Las Chapas. Quizá las dunas, los bosques de pinos, el microclima. Tal vez porque, desde que descubrí que las pirañas son de río, amo bañarme desnudo de vez en cuando. O porque mi padre supo que el hombre del tiempo, el primero, se compró un estudio aquí al lado. O, podría ser, porque mis padres tienen una casa en Las Chapas.
Me pierdo entre las dunas donde una tarde descubrí dos hombres amándose
La casa de mis padres parece inmensa, pero al entrar descubres que es pequeña, sin apenas espacio para una mesa, aunque depende del día, de la manera de mirarla: en realidad es un apartamento mínimo, un estudio reducido que al flanquear su puerta sorprende con un salón amplio desde donde un pasillo retorcido conduce a los seis dormitorios.
En ese rincón donde paso mis gélidos veranos, a veces me desespero y me levanto. Moviendo despacio los miembros llego hasta el jardín, donde doce pitbull vírgenes se acercan a lamerme las manos, ya sin dedos. O quizá sólo es un perro, un salchicha al que pateo para desentumecer mis piernas, o un golden retriever al que lanzo una pelota que al momento me devuelve. Me dirijo entonces a la playa, siguiendo una línea recta perpendicular a la costa desde el hotel donde mi padre trabaja de conserje. Allí, en la playa de arena dorada, me detengo, me tumbo, hago castillos con mi hija que va a cumplir seis años, o la entierro hasta el cuello para asegurarme de que continuará allí al día siguiente, cuando vuelva a la playa. O a lo mejor ya tiene los seis años, o es el perro el que tiene seis años y no tengo hija, o no tengo hija ni perro y seis años son los que hace que pagué la entrada para un apartamento en Cabopino que nunca se construyó, a un constructor noruego que desapareció, o tal vez yo, hijo de noruega, huí con el dinero de unos improbables apartamentos, consiguiendo que mi padre -director de un hotel en Las Chapas- renegase de mí.
Salgo del agua limpia sin pirañas, me dirijo a algún chiringuito, vuelvo a elegir el Triana, todavía con la mejor paella del mundo. Como despacio, como si tratase de descifrar el enigma del agua que se mueve ante mí, su quietud cambiante, su esencial contradicción.
Pienso, es inevitable. En Las Chapas pienso. Fabrico teorías, formulo hipótesis que me prometo escribir en una libreta, sabiendo que no lo haré. En ocasiones -algunos otoños-, he criticado el urbanismo agresivo de la costa, así que este invierno -estos agradables julio y agosto de orillas, brisas y arena- me limitaré a buscar otras perspectivas: los pinos desde el suelo. Tendido, clavándose en mi espalda las blandas agujas, a la sombra, miro los pinos desde abajo. Arriba, rodeadas de cielo azul -malva si acierto con la hora-, las copas. A mi alrededor olas de arena, dunas que acechan a un hombre que pasea con su perro y su hija por la orilla. Orilla blanda en la que una lámina de agua limpia, un minúsculo mundo de espuma, moja mis pies.
Tumbado bajo los pinos, cubierto del ensordecedor silencio, pienso en mis padres, que llevan seis años en prisión por un tema inmobiliario en Cabopino. Pienso en tener un perro y una hija, un muro de plantas que rodee una parcela donde imagino la casa que será mía, donde el tráfico solo sea una chicharra lejana, y el insoportable calor de otros lugares un asunto de periódicos, ahora como yo, los periódicos, sin hojas, en este verano que es su otoño, mi invierno dulce.
Me pierdo entre las dunas donde una tarde descubrí dos hombres amándose, donde una mujer me miró a los ojos una noche de luna grande sin decir nada y me besó, en el mismo lugar al que sigo yendo para que continúe besándome. En la orilla oteo el horizonte imposible, busco los perfiles de esa tierra que llaman Marruecos, pienso en el viaje que emprendió mi hermana, hace seis años, y la añoro.
Y por la noche, bajo la luna, con la hija que no tengo y el perro que no trae las pelotas que no lanzo, busco de nuevo la arena dorada como el pelo del perro y la luna y el cabello de mi hija. Escucho el rumor de esos fulgores sobre las olas, casi sin notar que las dunas, a este lado de los pinos, se acercan, me arrastran hasta la cueva donde dormito, donde hiberno otro verano, un verano dorado en el que la brisa meza la melena que me falta y la arena fina, limpia, se deposite en las gafas que nunca encuentro. Mi cueva, la casa que mis padres no tienen en Las Chapas, porque es mía, mi hermana y mi hermano en otras tierras, mis padres en prisión. O a lo mejor no, qué importa, si lo que hago es hibernar. En este punto gordo, sobre Las Chapas.
Pablo Aranda (Málaga, 1968), licenciado en Filología Hispánica, fue finalista del premio Primavera con La otra ciudad y ganador del premio Sur de novela corta con Desprendimientos de rutina.
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