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LA OTRA MIRADA | Atenas 2004
Columna
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Verdad y mentira

Mucha gente cree de buena fe que la persecución del dopaje en el ámbito deportivo es una especie de cruzada de carácter intolerante similar a la que se puso en marcha contra el tabaquismo; cree, incluso, que el celo puesto en la investigación va a acabar con el deporte. Lo cierto es que, desde aquella madrugada en que nos levantamos de la cama sólo para ver ganar a Ben Johnson la final de los 100 metros lisos, la imagen del deporte ha sufrido una seria conmoción. El comprobado dopaje del velocista canadiense era sólo la punta del iceberg que, con el tiempo, se ha ido descubriendo poco a poco. Los comentarios murmurados a media voz por muchos atletas acerca de las condiciones físicas de sus compañeros, las repentinas retiradas de la competición de grandes ases, las sorprendentes mejoras de rendimiento, las confesiones en cadena de los atletas y entrenadores de los países comunistas, donde prácticas aberrantes destinadas a vender al mundo la sana imagen de la juventud comunista se aplicaron sin la menor consideración moral sobre esa misma juventud, pusieron al descubierto la verdadera dolencia, el verdadero cáncer que estaba devorando al deporte.

La obsesión por ganar no debería conllevar la exigencia de romper límites a una velocidad que el cuerpo humano quizá no puede lograr por sí sólo, pero estamos en la época de la urgencia; todo: el dinero, la fama, la belleza, se busca con una desesperación que parece la antesala del Juicio Final. El deporte tenía un carácter heroico en la medida que cumplía con la condición del héroe: ser ejemplar; Zatopek, Paavo Nurmi, Abebe Bikila, Jesse Owens, Bob Beamon, Dawn Fraser, Mark Spitz o Sebastian Coe eran leyendas. Hoy, la duda ha deslucido esa imagen y el héroe es, simplemente, el del momento. La sombra del dopaje convierte el deporte en una especie de malicioso carpe diem. Y además está el culto al cuerpo, la imagen moderna del ser humano, que en los atletas adquiere un carácter emblemático. La imagen del triunfador es una: cuerpo y resultados. Ésa es su ejemplaridad heroica al día de hoy.

Una final como la de hace unos días, con la llegada en un pañuelo de Thorpe, Van den Hoogenband y Phelps en los 200 metros libres pertenece al acervo mítico de una Olimpiada. La emoción del esfuerzo culminando cuatro años de espera y dedicación se multiplicaba en cada brazada y todos los sentíamos así. La certidumbre de estar asistiendo a una realidad magnífica y magníficamente elaborada nos hacía levantarnos de nuestros asientos. Sobre esa final pesaba toda una historia de superación personal, de esfuerzo y disciplina, de entusiasmo, de horizonte, de competitividad, pero en un marco que no desdeñaba al perdedor, sino al contrario: lo convertía en un poderoso valor en la victoria del ganador.

El mundo del deporte, lastrado por la codicia del éxito a cualquier precio, despreciado el simple valor de participar, forzando el cuerpo de manera temeraria, se balancea en exceso sobre un mar de incertidumbres; sin embargo, obró para lo mejor y con una fuerza imbatible en el recorrido de esa fantástica final de natación. Ahora bien, remansado el entusiasmo, recordé a Ben Johnson batiendo al Hijo del Viento [Carl Lewis] y el temor de que el caso volviera a repetirse ahora, que la mentira destrozase, como entonces, una imagen mítica, merodeó sobre las imágenes que repetían una y otra vez el formidable final de los tres nadadores. Aguardamos y no hubo nada, pero la sombra de la duda se extendió por unas horas desde mi memoria. Y es que hoy es inevitable que la sospecha acompañe al deporte. Quizá no les importe a los que adoran la imagen, el cuerpo y los resultados como al nuevo becerro de oro, pero de ahí a confundir la realidad con la realidad virtual no hay más que unos pocos pasos.

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