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OLÍMPICAMENTE | Atenas 2004
Columna
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Tradiciones

En una de sus interesantes crónicas para el diario Avui, el jugador de la selección española de balonmano Xavi O'Callaghan se quejaba de que Atenas no está tratando a los atletas como lo hizo Sidney. Cuenta que en Australia llevar una acreditación merecía toda clase de atenciones mientras que en Grecia te tratan como a un guiri cualquiera. "Tienes la sensación de que siempre están intentando venderte algo", dice el jugador, y habla de cómo hay que pactar el precio de los taxis para no ser engañado o regatear con los vendedores de souvenirs situados en los alrededores de la Acrópolis. "Te ven más como una oportunidad de negocio que como alguien con quien compartir unos instantes desinteresada y amigablemente", concluye.

Los protagonistas de unos Juegos deberían ser siempre los deportistas y sus privilegios deberían prevalecer sobre los de los demás. El problema es que, desde hace tiempo, los Juegos se nos venden no sólo como un encuentro de alta simbología, sino como la oportunidad para la prosperidad de una ciudad. Además de la competición, se justifican terremotos urbanísticos y las fuerzas vivas de la economía local se movilizan para llevarse su parte del pollo. En ocasiones, tanto movimiento se debe a que la organización de unos Juegos dispara los precios y expande la euforia inflacionista más allá de los límites deportivos. El pastel, pues, se reparte así: los deportistas se llevan la gloria, y los taxistas, comerciantes y otras formas de vida respetable, las migajas. En resumen: el desinterés para los atletas, el interés para los demás.

Que en Atenas intenten regatear y haya que pactar las carreras de los taxis es, además, una tradición tan arraigada como pretende serlo esa horterada de la laureada corona que les ponen a los ganadores y que constituye uno de los momentos de vergüenza ajena de las ceremonias de entrega de medallas. Para justificarse, los organizadores han manoseado la historia y han repetido que la corona es el premio que distinguía a los ganadores de la Antigüedad, como ya contaba con acierto Astérix en Los Juegos Olímpicos. Es un argumento tramposo, ya que también podría haberse recuperado la tradición de competir en pelota picada. En el Museo Olímpico de Atenas pueden verse multitud de obras en las que los deportistas aparecen en cueros, corriendo, lanzando el disco o la jabalina. Incluso se untaban el cuerpo en aceite de oliva, algo que hoy seria inmediatamente condenado por El Vaticano, El Gremio de Fabricantes de Aceite y las diferentes organizaciones que dicen proteger al telespectador. Como disidente audiovisual, yo preferiría que se hubiera recuperado esa lubrificante costumbre a ver a todo un ganador subiendo al podio con una ensalada sobre la cabeza. Además: de haber recuperado la tradición de competir en pelotas, la audiencia se habría multiplicado.

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