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Reportaje:LONDRES, ENCLAVE CULTURAL DEL SIGLO XXI

Hogueras y vanidades

Un perenne debate entre tradicionalistas y vanguardistas convierte Londres en bulliciosa cantera de ideas enfrentadas y proyectos discutidos. El príncipe Carlos echó leña al fuego con su declarada campaña, voceada por primera vez hace ya veinte años, contra "los gigantes palos de cristal" -rascacielos, en lenguaje popular- "que arruinan el carácter y horizonte de nuestra capital". Pero fue la reciente destrucción de un importante capítulo en la historia del arte británico de las dos últimas décadas el que reactivó las llamas del debate cuando numerosos británicos nostálgicos del pasado celebraron aquel incendio.

El pasado mes de mayo ardió un hangar del este de la ciudad en el que se almacenaban pinturas, esculturas e instalaciones creadas a mediados de los años noventa. Obras clave de Damien Hirst, Tracey Emin y otros exponentes del britart, representantes de la última generación de artistas británicos con proyección internacional, quedaron reducidas a cenizas y las pérdidas materiales del siniestro se calculan por encima de los 70 millones de euros. El coleccionista Charles Saatchi, principal mecenas de dicho colectivo de creadores, perdió un centenar de piezas en el incendio.

La audiencia es exigente y, dado el alto coste de la vida londinense, también selectiva
Los programadores culturales buscan el equilibrio global entre lo popular y lo vanguardista

Tras este episodio, en las tertulias de radio, la sección de cartas al director de los diarios y otros espacios mediáticos, el público no especializado y un buen número de críticos de arte expresaron su satisfacción por el trágico fin de tantos iconos, entre ellos, la tienda de campaña de Emin titulada Todas las personas con quien me he acostado, 1963-1995. El incendio, sugerían en sus intervenciones, nos brinda la oportunidad de cerrar una etapa dominada por el sensacionalismo y retornar a los valores tradicionales de la pintura y escultura. "La mayoría del público británico no respeta lo que hacemos hasta el punto de que se está burlando de un desastre de tal magnitud como el incendio del almacén de Londres. No hay ninguna necesidad de reírse de la cultura de nuestro propio país", se quejó Emin, indignada.

El polo liberal del debate lo ilu-

mina, entre otros, Philip Dodd, director saliente del Instituto de las Artes Contemporáneas, institución que, junto con las galerías públicas Whitechapel y Serpentine, así como el Camden Arts Centre, da cobertura a las últimas expresiones artísticas, nacionales y extranjeras. "Nos creíamos el centro del mundo", afirmó Dodd al diario Financial Times el pasado julio, "pero el mundo ha seguido adelante y ahora nos sentimos desconcertados". También representa ese polo liberal Nicholas Serota, máximo responsable del grupo de museos Tate, que inyectó confianza y energía en la capital inglesa materializando su visión de futuro con la reconversión de un edificio industrial al sur del Támesis en la Tate Modern, catedral del arte contemporáneo.

El vértice de la comunidad que aboga por un futuro dinámico, en perpetua exploración y sin miedo a aceptar riesgos, podría cerrarse con Ken Livingstone, quien apostó por revitalizar la actividad cultural al tomar posesión de su cargo como primer alcalde de Londres. Escandalosamente deprisa, para unos; a marchas forzadas y cargando la herencia ancestral, para otros. Pero lejos de entorpecer, la fuerza de la polémica enriquece a la ciudad. En su oferta cultural, las instituciones estatales y empresas comerciales cubren las ansias de ambos sectores estableciendo un diálogo de múltiples direcciones. Se alimentan de focos de una población local de rica variedad étnica y social, además de los visitantes británicos y extranjeros, siempre predispuestos a revisar la obra de un maestro del pasado, escuchar en directo el último disco pop del grupo de moda, acudir al estreno de una ópera o dejarse llevar por la simpleza de la trama de un musical.

Un vigor que se manifiesta de manera especial en el teatro, cuya cobertura sólo permite comparaciones con Nueva York, en el cual los textos clásicos se reponen en paralelo con montajes de obras de nuevos dramaturgos en sus tres círculos de acción: el West End (equivalente a Broadway), el Fringe o alternativo y las salas de barrio. Casualmente es el West End el circuito que sufre un deterioro de audiencia a raíz de la crisis desatada desde los atentados de 11-S en 2001, y la oferta de sus empresarios tiende a decantarse hacia las grandes producciones comerciales en detrimento de los montajes más arriesgados. Aun así dan salida al teatro literario, político o social en montajes actualmente en escena como Democracy, de Michael Frayn, o Guantánamo, basado en los diarios de un grupo de presos.

La audiencia es exigente y, dado el alto coste de la vida londinense, también selectiva. Los programadores, por tanto, buscan el equilibrio global entre lo popular y lo vanguardista, estableciendo, con frecuencia, conexiones entre el pasado y el presente construidas a modo de árboles con distintas ramificaciones artísticas. Rara vez se rinden ante los puristas y abogan por la diversidad con la confianza de que prevalecerá la curiosidad del público por ver actuar a su artista favorito o por deshilachar la madeja propuesta. El centro cultural Barbican y el complejo del South Bank, con sus principales auditorios en el Royal Festival Hall, son pioneros de la fusión multicultural a través de sendos minifestivales de música, literatura, drama, danza y teatro.

Esa misma línea de renovación

en artes plásticas la ha aportado el Premio Turner, que concede anualmente la Tate a un artista afincado en el Reino Unido, al lograr popularizar el arte contemporáneo. Es difícil recordar otro galardón en una disciplina, en principio elitista, que suscite tantas reacciones dispares de la crítica y el público.

Londres coincide con otras capitales en restar importancia a la cosecha propia y celebrar los logros de los demás. Pero el visitante extranjero nunca deja de maravillarse con la variedad de sus espectáculos en pubs y locales de conciertos, parques y plazas al aire libre, auditorios y salas de teatros, galerías y museos. La agenda cultural de la primera semana de agosto llenaba un centenar de páginas de la revista-guía Time Out.

Otra prueba probablemente más certera del atractivo de Londres como capital cultural la personifica Kevin Spacey. El protagonista de Sospechosos habituales y American Beauty quedó tan fascinado con la experiencia de actuar en Londres en pequeñas producciones teatrales que el año pasado aceptó la dirección de uno de los teatros de más solera: el Old Vic. Su debú en programación arranca este otoño con una serie de obras que él mismo dirigirá o protagonizará. Ian McKellen es uno de sus principales fichajes para el invierno que se aproxima.

La londinense Trafalgar Square, remodelada por Norman Foster, con el acceso peatonal a la National Gallery a la izquierda.
La londinense Trafalgar Square, remodelada por Norman Foster, con el acceso peatonal a la National Gallery a la izquierda.NIGEL YOUNG/ FOSTER AND PARTNERS

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