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Tribuna
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Cenizas

El guión estaba escrito, olvidado en los arcones de las multitudes confiadas mientras la peste acechaba. Los autores, no tan anónimos como quisieran, cobijados en intereses colectivos bajo el paraguas de las siglas, todas hoy, y ayer con la única. Golfos que no han desperdiciado ni ocasión ni tiempo para agrandar bolsa y amenguar herencia secular. Tal el destino de una tierra hermosa y bella, saqueada por sus gentes hasta la obscenidad.

"A robar, a la Calderona". No es de hoy. El bandolerismo de los siglos XVII y XIX se ajusta al que padece esta porción del territorio en medida superlativa en las últimas décadas.

Por no tener suerte, ni el nombre. La Calderona y su collado son una parte exigua, terminal en la vecindad del mar, en la senda de los frailes, de Portaceli a Santo Espíritu; susurro de pasos que transitaran ancestros remotos, anteriores a la romanidad. Se convirtió los montes de Portaceli de Cavanilles, en metonímica Calderona. Tanto da. El país es voluble, quebradizo, superficial, transigente con su desmemoria, y desde luego nada dado a la compostura del razonar.

En la devastación emerge la hoguera de la vanidad. Desde Temístocles ningún buen estratega arriesga el éxito de la batalla por una primera línea, pésima para la gestión de la crisis. Recuerdo al general Atarés, en el collado de la Morería, a la vista de la fuente del Berro, en 1978, esperando a Josep Ll. Albinyana, presidente del Consell del País Valencià. El incendio avanzaba feroz, como acostumbra. El general, "y éste, ¿a qué viene?". Y yo, "a lo mismo que Ud.".

Contengo la rabia. Al cabo, ira furor brevis est. El caudal de lágrimas de cocodrilo no apagan el fuego del saqueo. Porque se trata de saqueo consumado con la complicidad colectiva, y de un asesinato premeditado y alevoso al que las llamas sólo añadieron su éxito supremo.

Cierto, animosos ecologistas nos hablarán de la reconstitución espontánea del bosque mediterráneo, de la presencia de especies alóctonas... durante milenios, como el pino de Alepo. A largo plazo, y como decía un sabio economista, "de la alopecia cincuentona a la calvicie centenaria", definitiva.

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Declaraciones a fuego pasado. Hubo tiempos que conozco bien, en que la tea se tildó prendida por la autoridad, y el incendio atizado por los "enemigos de siempre". ¡Qué digo tiempos!, hace pocos días, en escena bochornosa, representantes políticos ponderaban las dimensiones de los incendios según el color político de los gestores territoriales. A la estupidez se agregaba la ignorancia, y a ambas la vocinglería, que se convertía en argumento.

Todo menos aplicar aquella máxima de Palacio Valdés que procuró fortuna a Manuel Azaña -por cierto, habitante provisional de La Pobleta, que ahora incluimos en la Calderona- "si cada uno nos dedicáramos a hablar de aquello que sabemos, se produciría amplio silencio que podríamos aprovechar para el estudio".

Algunos estudian, con discreción y sabiduría. Nos advierten que los cultivos tradicionales se han abandonado, que la masa forestal ha crecido, que la ocupación salvaje del territorio se ha acrecentado, que la movilidad de los 4x4 aproxima, sin respeto ni contemplaciones, a gentes que han olvidado que la lluvia no es una molestia sino una necesidad, y no solo para el campo; que la silvicultura es actividad en desuso, que ya no hay fornilla para los hornos de pan cocer o los de cal, que el sotobosque requiere de cuidados, que las barbacoas y las paellas se pueden hacer en casa. Y, en fin, que el campo no es el lugar adecuado para aliviar el estrés, el lugar para plantar césped y arrojar bolitas de hoyo en hoyo, esquilmando los recursos últimos junto a la plantación irregular de casas.

Otros, con idéntica pasión, conocen de saberes enraizados en la memoria. Las gentes de siempre, tan humildes como sabias, que se reconocen en el viejo jefe indio: "Cuando ya consigáis acabar con todo, sabréis que el dinero no es comestible".

Entre tanto, el escenario de la memoria humea en incandescencias. Los primeros silbos del mirlo, el árbol gigante -más aún en la memoria- de El Salt -del saltus, vacío, romano- l'Ombría, y el Pinar, el Fenassar, de frágiles suelos de rodeno; y los ecos de una infancia, y una madurez, se trasladarán por el éter, como denuncia permanente de la imprevisión culpable, de la desmemoria que condena a las abejas al fuego en vez de a la recolecta de la miel de las mil flores agostadas antes de su tiempo llegado. Y al eco se unirá el primer amor, o el penúltimo, a sus risas y zozobras. Guardaré el recuerdo, y bajo las cenizas y el cemento que subsista, tendré la memoria de los pasos que me precedieron. Y esto, nadie me lo podrá robar: ni en la Calderona. Ni a mí, ni a mis paisanos de Nàquera, de Serra, de Segart. Y del País Valenciano, que es el nuestro.

Ricard Pérez Casado es doctor en Historia Contemporánea y ciudadano de Nàquera y Serra, de la Calderona.

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