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Tribuna:Atenas 2004
Tribuna
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De Nerón al 'caso Balco'

Han transcurrido 108 años desde que se celebraron en Atenas los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna. Mucho tiempo antes, a orillas del río Alfeo, en el valle del mismo nombre, junto a la ciudad de Olimpia y al lado de donde se levantaban los templos consagrados a Zeus y Hera, los Juegos de la Grecia antigua iniciaban una tradición en que se aunaban competición deportiva, ritual, comercio, fiesta y cultura. Esta tradición, que ha tenido un poderoso influjo en la formación de la civilización occidental, cuenta con más de 28 siglos de antigüedad.

El olimpismo se ha convertido en protagonista destacado de la progresiva transformación del deporte en el fenómeno social más relevante de nuestro tiempo. Muy especialmente, a partir de la segunda mitad del siglo XX. Primero, con la poderosa ayuda de la televisión; después, con el auge mediático que auspiciaron las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.

El espectáculo de Seúl 1988 tuvo en televisión una audiencia acumulada que superó los 10.000 millones de personas, una cifra que se ha incrementado hasta superar ampliamente los 20.000 millones en Sidney 2000. La acreditación para Atenas de unos 21.000 periodistas y técnicos de medios, que cubrirán la competición de 10.500 deportistas procedentes de 201 países, hace previsible la consecución de otro récord de audiencia televisiva. Estas cifras apabullantes avalan la condición del deporte moderno como el mayor espectáculo de masas de nuestro tiempo y convierte a sus más consumados practicantes en auténticos ídolos populares de los estadios, héroes y heroínas de un imaginario colectivo que se reconoce e identifica con ellos. Pero también evidencian que las voces preocupadas por el gigantismo y los condicionantes comerciales y económicos en unos Juegos de estas dimensiones tienen razones para alertar sobre evidentes riesgos de sostenibilidad que están al acecho.

Sin embargo, desde mi punto de vista, no son esos riesgos la amenaza principal que se cierne sobre el deporte en nuestros días. Precisamente porque es una de las actividades físicas que más pasiones mueve y que tan grandes alegrías nos da a deportistas y aficionados, vale la pena hacer un esfuerzo entre todos para que sea de nuevo un espejo social donde mirarnos. Y hacerlo, además, sin miedo ni sombras de sospecha de que nada ni nadie puedan hacer trampas, minando así la equidad, la limpieza y el respeto al adversario, que son los fundamentos éticos de la competición deportiva. Nada le hace tanto daño al juego y al deporte como las trampas y los tramposos.

Un buen ejemplo de ello podemos encontrarlo volviendo nuestra vista hacia el pasado. La fecha que marca la inflexión hacia una decadencia inexorable de los Juegos en la antigüedad es el año 57 de nuestra era. El emperador Nerón logró entonces ser aclamado y ungido con coronas de olivo en el mismo estadio de Olimpia donde, cinco siglos antes, los griegos habían abucheado a los enviados del tirano Dionisio de Siracusa, también tentado de adornarse con falsas victorias olímpicas. Al alterar arbitrariamente las fechas de celebración de las competiciones, modificar sus reglas y coronarse como vencedor de cuantas pruebas le dictaba su capricho, Nerón convirtió la celebración de los Juegos en una escandalosa farsa. Desde entonces hasta su definitiva prohibición, su ocaso resultó inexorable.

Hoy día, el Nerón de turno se llama dopaje. Una lacra que ha alcanzado gran protagonismo bajo diferentes nombres, como el caso Balco. De cómo ganemos o no esa batalla va a depender en gran medida el presente y el futuro de los Juegos. En esa lucha a cara descubierta nos jugamos también la salud de los deportistas y que el deporte siga desempeñando en las sociedades democráticas una función primordial como educador en valores y vector de integración social. Tengo el convencimiento de que para ganar deportivamente esa carrera olímpica contra el dopaje resulta decisivo que, científica y tecnológicamente, saquemos a los tramposos cuantos cuerpos de ventaja sean posibles. Son ellos quienes han de tener miedo. Y somos nosotros, partidarios de la limpieza y transparencia en el deporte, quienes hemos de contar con el concurso de los mejores médicos, biólogos, genetistas, ingenieros, químicos, técnicos y laboratorios, trabajando juntos en la misma dirección y con el mismo objetivo: erradicar el dopaje del deporte, preservar la limpieza de la competición y hacer imposible el triunfo de los tramposos.

En el desafío que supone acabar con el dopaje en el deporte es tan importante la dimensión científica y técnica del empeño como su aspecto ético. Sin el convencimiento social de que ganar haciendo trampas no vale la pena, sin el rechazo mayoritario a ganar cueste lo que cueste, sin la aceptación de que no sólo vale ganar, mucho me temo que, curiosa paradoja, tendremos difícil ganar la lucha contra el dopaje. Por todo ello es muy necesario un Plan Nacional como elemento de debate y como instrumento de prevención, control y represión del dopaje.

Hace 25 siglos, el poeta Píndaro exhortaba a los participantes en los Juegos de la antigüedad a que respetasen siempre, por muy imperiosos que fuesen sus deseos de victoria, el principio de Sé tu mismo. Es lo que pido a los deportistas que nos van a representar en Atenas: espíritu olímpico. Con ello habremos ganado la primera medalla.

Jaime Lissavetzky es secretario de Estado para el Deporte y presidente del Consejo Superior de Deportes.

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