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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El armario de Zubiri

A dosis iguales de gracia, malicia y verdad, como siempre, Oteiza hablaba del "salto inmortal de acróbata de Zubiri dentro de un armario". De una pirueta un tanto extravagante por la angostura, oscuridad e incógnito del alarde, pues. Naturalmente este libro no recoge opiniones así. No es que recuerde demasiado aquel Homenaje a Xavier Zubiri de la revista Alcalá de hace cincuenta años (1953), pero si no mostrara demasiadas veces exagerados tintes encomiásticos, hagiográficos, y un tono general de "discipulado" piadoso, sería un serio y buen libro de actualización del pensamiento de un autor. Y lo es a pesar de todo. E incluso a causa de ello, porque todo ello encaja con un autor también piadoso, como Zubiri, al que le sienta bien ese ambiente catecumenal, magisterial, oracular, del que ya gozó en alguna medida en vida. Según este libro, con las publicaciones póstumas, traducciones y fóculos de irradiación (en Hispanoamérica, sobre todo) parece que Zubiri ha conseguido, por fin, veinte años tras su muerte, la medida precisa de realización de una especie de ideal conventual e iniciático que le rodeó siempre: el que se respiraba, por ejemplo, en los cursos de la Unión y el Fénix, de la Cámara de Comercio, de la Casa de las Siete Chimeneas, de Arapiles, en el Seminario y ahora, supongo, en la Fundación XZ. Parece que ya existe, pues, una considerable "comunidad filosófica y de vida intelectual" zubiriana, como deseó el maestro.

BALANCE Y PERSPECTIVAS DE LA FILOSOFÍA DE X. ZUBIRI

Juan Antonio Nicolás

y Óscar Barroso (editores)

Comares. Granada, 2004

812 páginas. 35 euros

Por muchos que sean para

un libro, resultaría oteiciano decir que los autores de estas páginas son todos los zubirianos del mundo. De todos modos forman una considerable cantidad, casi cincuenta, que, en más de cincuenta artículos (algunos repiten), van revisando la biobibliografía del maestro, los ámbitos temáticos e históricos más importantes de su filosofía, el presente y futuro de ésta. Quienes estén interesados en el filósofo vasco tienen en este libro un tesoro inagotable, realmente. "Lo difícil no es leerlo, sino encontrar interés que justifique su lectura", insistiría el bueno de Oteiza. Porque con Zubiri pasa algo extraño. Si es el filósofo que este libro dice que es (léase a Antonio González, por ejemplo) no se comprende por qué no se le estudia y se le conoce más, por qué no despierta más interés, al menos en la Universidad española. Una primera ambigüedad que evoca otras muchas, y con ellas el sino medio trágico, desajustado, tanto de la figura como de la obra de este autor.

Da pena y grima, por ejemplo, escuchar los problemas que tuvo el sacerdote Zubiri cuando regresa a España tras la Guerra Civil, en el verano de 1939, por (y sólo por) haberse casado tres años antes (con Carmen, hija de Américo Castro). Cuando sin problema administrativo ni político alguno en aquella España superfranquista, sólo por recelos eclesiásticos por su casamiento no pudo recuperar su cátedra de Madrid, que bien podía haber perdido por mejor causa. Tras su aventurado regreso de Barcelona en 1943, dan pena también, pero también son elocuentes, los esfuerzos fracasados de Laín Entralgo por colocarle, y remediar su "impecunia", hablando con el ministro de educación de entonces, Ibáñez Martín, o con el director del "Luis Vives", el dominico Barbado, entre otros. O los del gran Jiménez Díaz pidiendo en 1945 el nihil obstat para los cursos privados de don Xavier, que lo sustentaran, a don Leopoldo, Eijo y Garay, patriarca de Madrid ("sí, mientras eso sea clandestino y no vayan mujeres"). Es un ambiente todo él un poco extraño, un tanto ambiguo. Entre gentes como éstas, Zubiri parece un personaje más de la colmena de aquella España rocambolesca: todo un tipo extravagante, el filósofo-profeta, el metafísico huraño que necesitaba. Ortega no llegó a tanto.

Zubiri fue y no fue sacerdote. Cuando lo fue de verdad, fue un cura adelantado en el pensar y no tuvo problema alguno. Cuando su adelanto fue la boda, además de que lo pagó caro, el aura sacerdotal se transformó en un corsé que no le abandonó nunca, ni en su vida ni en su obra. No gustó, ni dejó de gustar, a progresistas ni a eclesiásticos. No arrebató de entusiasmo a los filósofos, ni a los teólogos, ni a los científicos: fue todo eso y no lo fue. Tuvo siempre, eso sí, un puñado de fervientes adeptos. Laín se escandaliza si se le tacha de escolástico tardío, pero, a pesar de Ellacuría, tampoco puede considerársele ningún posmoderno temprano. Como parece que sucedía y sucede habitualmente entre curas avanzados y seglares piadosos, Zubiri gustó de la pureza y radicalidad un tanto arcangélicas de la fenomenología y del desgarro teatral de la "nihilidad" de la criatura existencialista. Y radicalizó ambas cosas, dicen.

Fue un filósofo puro, el filósofo español más puro tras Suárez (según Jiménez Moreno). Quizá demasiado puro. A su lado, Ortega, Unamuno, D'Ors, Xirau habrían sido más bien pensadores ensayistas, decía Carlos Gurméndez, implicados en las trifulcas marginales de la política, la moral, la estética, etcétera. Zubiri se dedicó en exclusiva a la oscura aventura del armario: la de la especulación pura, la búsqueda del fundamento del fundamento, de la realidad pura. El armario parece un lugar de huída y escondite de la realidad más obvia, tanto personal como social. ¡Él era un metafísico, el filósofo de la realidad y del fundamento! De la "verdadera y última realidad de las cosas". De aquella por la que preguntaba a Heisenberg con ocasión de las partículas elementales, o a Rey Pastor en relación a los objetos matemáticos. ¿Qué son las cosas, lo verdadero, lo último? Lo último, o lo primero, no es el cogito ni el sum. Más allá de la conciencia y la existencia está la realidad. Éste es el corazón de la filosofía zubiriana.

Una realidad que es tan po-

co real (o tan supremamente real) que se reduce a la formalidad de lo aprehendido en la "intelección sentiente". Formalidad que, aunque sea independiente de la aprehensión misma, no llega todavía a lo que las cosas sean en realidad (y menos aún en la realidad). Se queda en el ámbito de una trascendental "impresión de realidad": es decir, atañe a lo real en tanto que real, pero no a lo real mismo. Y en una perenne apertura a lo trascendente: puesto que estar en esa realidad sólo real, digamos, significa de algún modo estar ya trascendiéndose hacia la realidad misma, es decir, hacia lo que pudiera ser en sí mismo lo real más allá de ser simplemente real. Algo que nunca quedará claro: el ser, Dios o algo así.

Mejor explicado este ámbito de coactualización de inteligencia y realidad en la actividad sentiente del animal humano, esta ecuación entre lo humano y el pensar concipiente (según Ángel Álvarez): "Por el sentir intelectivo el hombre siente impresivamente la trascendentalidad de la realidad, la respectividad de lo real y la actualización de la realidad mundanal que es el ser" (Héctor Samour). O mejor aún: "El hombre por su inteligencia sentiente está impresivamente instalado en la realidad de modo que en la respectividad de esa su inteligencia sentiente y de esa realidad impresivamente actualizada se va constituyendo a la par una vida en la que se entrecruzan y se entrelazan la fuerza, la riqueza y el poder de lo real con el problematismo de esa misma realidad siempre presente como formalidad, pero siempre huidiza como contenido" (Ignacio Ellacuría).

Con esta "realidad impresiva" Zubiri habría radicalizado la radicalización ontológica heideggeriana de la ya de por sí radical fenomenología de Husserl... En fin, Ejercicios espirituales en un túnel es el título del escrito donde Oteiza habla del armario de Zubiri.

El pensador donostiarra Xavier Zubiri (1898-1983) visto por Loredano.
El pensador donostiarra Xavier Zubiri (1898-1983) visto por Loredano.

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