_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Mobiliario

Quieren robarnos la ciudad, secuestrarnos en nuestras casas, hacer de las calles autovías por las que se circule y se transite con prisas y sin pausas, prohibido deambular sin rumbo fijo, terminantemente prohibido pasear sin objeto y detenerse sin causa justificada. Innumerables son las trampas que minan las aceras y obligan al inerme peatón a caminar con pies de plomo y con la vista en el suelo. Las trampas adoptan los más inofensivos camuflajes; las hay, por ejemplo, en forma de árbol encajonado en una callejuela del centro de Madrid donde la luz del sol escasea y el espacio es un bien preciado. Entre alcorques botánicos y bolardos disuasorios, entre vehículos aparcados y contenedores de obra, las aceras de muchas de estas calles son puramente simbólicas, maquetas a escala reducida por las que no puede transitar un carro de la compra, un coche de bebé, o una ciudadana o ciudadano de generosa anatomía. El escueto sendero se torna definitivamente intransitable al anochecer, cuando los cubos de basura comunales ocupan las aceras y obligan a los incautos viandantes a circular por la calzada con grave peligro de su integridad y de su dignidad, pues no hay nada más irritante para un conductor de raza que ver cómo los peatones invaden su territorio sin la coartada de un semáforo ni el salvoconducto de un paso de cebra. Peatones amedrentados y conductores airados en dura y cotidiana competencia por un lugar bajo el sol y sobre el asfalto.

Por la empinada y estrecha cuesta de una de estas callecitas de Malasaña asciende, decidida, una vecina, mi vecina, anciana e invidente, que tantea el aire con su bastón blanco mientras masculla oscuras maldiciones y conjuros contra vehículos y adminículos, contenedores y bolardos que le impiden caminar por la acera mínima. Ciega de nacimiento y buena conocedora del paisaje y de la orografía de su barrio de siempre, la anciana escucha cómo se aproxima inexorable el estruendo de un motor tan pasado de revoluciones como el joven auriga que controla presuntamente los caballos. Empecinada y sabiéndose en plena posesión de su derecho de preferencia, la anciana no se aparta; cegado por la velocidad, la juventud y el alcohol, el conductor no frena, ni siquiera parece haberse apercibido del bulto, del blanco móvil sobre el que está a punto de embestir. Un vecino que acaba de salir del portal interviene milagrosamente y aparta con un brusco empujón a la obstinada víctima, el coche ha pasado como una exhalación, la invidente se ha golpeado en la rodilla con el bolardo correspondiente y se abraza a un cubo de basura para no caer al suelo. El vecino soy yo y mía es la otra rodilla lesionada en el accidente. La accidentada duda entre agradecerme el gesto salvador o increparme por mi desconsiderado manotazo "siempre acaban apartándose", murmura, antes de darme por fin las gracias y reanudar su peligroso camino por la calzada.

Escena cotidiana, viñeta típica de la vida en los aledaños de la calle del Pez. No hay espectáculo más grato, y además gratuito, para los desocupados y jubilados de la zona que contemplar casi en sesión continua los días laborables las esforzadas maniobras de los grandes camiones de reparto en las esquinas de las bocacalles convenientemente erizadas de cilindros metálicos. Entre un desconcertado concierto de bocinas histéricas se cruzan apuestas, se dan consejos, se escuchan juramentos e incluso tímidas ovaciones cuando el camionero franquea los obstáculos sin llevarse de recuerdo un bolardo pegado a la chapa, lo que sucede en muy contadas y celebradas ocasiones.

Para evitar la claustrofobia de su angosto laberinto callejero, los vecinos del barrio bajaban antes a la plaza de España y paseaban por las amplias aceras de la Gran Vía. Por supuesto eso pasaba hace ya mucho tiempo, pasear hoy por la Gran Vía es hacerlo también sobre un campo minado, entre las terrazas y las mantas, las marquesinas y los semáforos, las barandillas y los kioscos neodecimonónicos; los alcorques y los contenedores de pilas; los soportes publicitarios y los reclamos de bares y restaurantes; las jardineras yermas o floridas, los buzones y las misteriosas arquetas y chirimbolos destinados a misteriosos usos. Por la Gran Vía sólo se puede pasear a saltitos, a la pata coja y en fila india, con cien ojos y con los pies de plomo. Empiezo a sospechar que el llamado mobiliario urbano no está ahí para nuestro uso y disfrute, sino como elemento disuasorio, para que nos quedemos encerrados en casa viendo la televisión y sólo salgamos a la calle por necesidad perentoria. No son propiamente muebles. Son barreras arquitectónicas.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_