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Crónica:CIENCIA FICCIÓN
Crónica
Texto informativo con interpretación

El asteroide Melpómene y la fiebre del oro

EN EL BICENTENARIO de la fiebre del oro californiana, año 2049, se desata una nueva exaltación febril por el preciado metal. Esta vez en el espacio. Enriquecerse a toda costa será también, al parecer, el objetivo de la humanidad (de algunos, al menos) en el futuro.

La Luna, cuyo Mar de la Tranquilidad se ha convertido en un basurero (¡ay, si Armstrong levantase la cabeza!): "Nada como un buen vertedero en un ecosistema muerto", es lugar de encuentro de "androides, alienígenas, cyborgs y humanos, todos juntos...". Y en concreto, Moon City Bar, el local más concurrido de Ciudad Lunar, donde las atribuladas vidas de los protagonistas se entrecruzarán.

Son el tahúr Armand Crille (Rutger Hauer); la buscavidas Camilla Jones (Joan Chen); el joven Ben Rutherford, especialista en prospecciones mineras, y el ingeniero basurero (oficio con futuro) Sam. Sustituyan los trajes espaciales por el equipo de cowboy y las naves espaciales por monturas equinas y comprobarán el perfecto engarce entre estas aventuras minero-espaciales y los legendarios westerns. Aquí no hay indios, sino violentos cyborgs de estética samurái dispuestos a poner trabas. Es la película, que podríamos calificar de western espacial de serie B, Yacimiento lunar (Precious find, 1996), de Philippe Mora.

Para empezar ni el título resulta apropiado puesto que la mina a la que hace referencia se halla en otro cuerpo celeste: el asteroide 18, una colonia minera a la que pondrán rumbo los protagonistas, convencidos de la existencia de una veta de oro.

Según parece, dentro de 40 años las técnicas mineras habrán evolucionado poco puesto que nuestros personajes se pertrecharán, en la ferretería de guardia, del equipo típico de minero: pico y pala, y poca cosa más. "Nos harán falta dos picos, detonadores sónicos, puntales para túneles...", señala Ben.

Como el par de naves que aparecen en el filme no emplean saltos al hiperespacio ni son capaces de alcanzar velocidades superlumínicas (cuestión de presupuesto), cabe suponer que ese mundo minero, el asteroide 18, es uno de los planetas menores que constituyen el cinturón de asteroides del sistema solar, un enjambre de unos cientos de miles de objetos que orbitan entre Marte y Júpiter. Abundan los asteroides pequeños, habiéndose comprobado que cada vez que se reduce el tamaño en un factor 10 el número de asteroides aumenta en un factor 100. "El asteroide 18 es muy grande. La gravedad es confortable", sentencia erróneamente Ben.

Existen unos 10.000 asteroides catalogados. Ceres, el primero en ser descubierto, por el astrónomo italiano Piazzi en 1801, es el asteroide número 1. Palas, identificado por el alemán Olbers en 1802, el 2. Si nos atenemos a la denominación astronómica usual, el 18 es Melpómene, nombre de la musa griega de la tragedia. Descubierto en 1852, tiene un tamaño de unos 324 kilómetros. Rota una vez cada 11,6 horas y posee un periodo orbital de 3,5 años. Su gravedad es 111 veces inferior a la terrestre. Incluso en Ceres, el más grande, con un diámetro de unos 933 kilómetros, una cuarta parte de la Luna, la gravedad superficial es 37 veces inferior. Nada "confortable" para los hábitos humanos puesto que, además, son mundos sin atmósfera.

La débil gravedad de estos cuerpos explica su forma irregular. En comparación con un planeta, donde la gravedad es mucho mayor, las irregularidades superficiales (montañas, por ejemplo) pueden ser más grandes, lo que les confiere su aspecto poco agraciado (patatiforme, podríamos decir), muy alejado de la forma aproximadamente esférica que todos los cuerpos de más de 1.000 kilómetros de diámetro poseen.

Gracias al desarrollo de la astronomía en la banda infrarroja se han podido determinar algunas características de la composición química de los asteroides, lo que ha permitido clasificarlos según las familias de minerales presentes en su superficie. Materiales carbonáceos (el 75% de los asteroides conocidos), silicatos, hierro y níquel metálicos (el 15%, como Melpómene), y posible presencia de compuestos orgánicos es lo más abundante.

Esta imagen de mundos inhóspitos con depósitos minerales importantes ha estimulado la imaginación de los escritores del género, que han explotado la analogía entre el cinturón de asteroides y el salvaje Oeste. Y los han convertido en reducto de piratas, del espacio, claro, y de gentes de la frontera (con ínfulas independentistas); en mundos prisión donde confinar a los malvados del sistema solar; en auténticas naves (¿para qué construir una si basta con agujerear y adecentar el interior rocoso?), e incluso en armas arrojadizas.

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