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Columna
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Cuentos de camino

Si alguien empezaba a fantasear le decían que se dejara de cuentos de camino, cuando pocas cosas alivian el tedio de una larga ruta como que alguien nos entretenga con historias divertidas, ciertas o no. Estamos en el ecuador del verano y buena parte de esa denominación en la escala zoológica que algunos llaman la ciudadanía se encuentra asida al volante, comenzando las vacaciones o de regreso. Hace muchos años realicé un viaje en automóvil y el amigo que me acompañaba me endilgó una anécdota que les traslado a ustedes. Fue un hombre que dejó permanente huella en cuantos le conocimos, por su ingenio y bondad. Se llamó Ramón Urbano, era mecánico de profesión, humanista en ejercicio y situaba aquella acción en la época en que por nuestras carreteras circulaban muy pocos automóviles.

Una corta familia se traslada desde alguna provincia del Norte hasta el Levante, de donde eran originarios, en fechas difíciles para el tránsito rodado, como las próximas de San Juan. El vehículo, un modesto y valeroso Seat conducido, diestra y cuidadosamente, por su dueño, esforzado viajante de comercio. Esta vez el viaje era de placer, si así se podía llamar el recorrido por carreteras donde el pinchazo de un neumático sobrevenía con frecuencia y repostar gasolina era algo cuidadosamente premeditado, ante la gran distancia entre las fuentes de suministro.

Habían emprendido la marcha al alba, avistando Madrid poco antes del mediodía. Cruzaron, sin detenerse, la capital atravesando la Castellana, Recoletos, el Prado, Atocha y Delicias hasta la carretera de Valencia. A la salida, el conductor se proveyó de carburante y, junto al poste, un caballero bien trajeado, tras un cortés saludo, preguntó si se dirigían a la ciudad del Turia y si serían tan amables de hacerle un sitio en el coche. Las jornadas festivas -dijo- habían llenado los trenes y autobuses, y el avión no era tan aceptado y frecuente como hoy. Advirtió que le parecería justo compartir los gastos del combustible. La buena pinta y el tono afable del solicitante coronó con éxito aquella forma de hacer autoestop que, más tarde, abusos y atracos desterraron de todas las vías. La excursión adquirió un aire divertido, pues el inesperado pasajero conocía todos los chistes y, en los asientos traseros, fascinó a la niña, hija única, con una amplia gama de juegos de prestidigitación y magia. Pronto llegó la hora del almuerzo, en un mesón renombrado y, a poco de terminar, el caballero se excusó unos momentos para abonar la cuenta, lo que provocó la reconvención del conductor.

En tierras de La Mancha, surgidos tras un cambio de rasante, los motoristas de la Guardia Civil les dieron el alto. Exceso de velocidad, adelantamiento de un camión... En fin, una multa en grado superlativo. Protesta el conductor, como lo hacen, lo hacemos todos, sin conmover al agente. El invitado baja del automóvil y, ante la indignada sorpresa del viajante, comenta en alta voz que consideraba la multa muy puesta en razón. "Este señor es una excelente persona pero conduce de forma temeraria". Se acercó más al guardia y le dijo al oído: "Le digo a usted que he sentido verdadero pánico y creo que se ha pasado de copas en la sobremesa".

Desaparecieron los motorizados y el conductor se le encaró con rabia y desesperación: "No puedo dejarle aquí tirado, pero cuando lleguemos al primer pueblo, o a la entrada de Valencia, usted se baja de mi coche, desagradecido". Se instaló cabizbajo, permaneciendo todos en silencio, hasta la niña, que no comprendía nada. Al cabo de un buen rato, tras haberlo intentado sin éxito, el extraño pasajero pudo hacerse oír: "Perdone, señor, pero creo que no tiene que preocuparse por esa multa". "¿Cómo que no? Las multas de tráfico en carretera hay que pagarlas siempre... Y no me dirija la palabra".

"Escúcheme", cortó el otro con cierta rudeza. "Les pedí que me llevaran en su coche porque yo no puedo entrar en Valencia por los caminos habituales, en tren o en autocar. Mi oficio es el de carterista, estoy fichado y hay una vigilancia especial en estas fechas". "O sea, balbuceó el otro, "que usted es un ladrón". Con tono algo molesto, le repuso: "Bueno, soy un artista y la prueba es ésta: aquí tiene usted el talonario de multas del motorista. Se lo quité cuando pude acercarme a él. Es lo menos que podía hacer para corresponder a su generosidad. Si es tan amable, déjeme en esa esquina". Un cuento de camino con su inmoral moraleja.

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