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Fungairiño y olé

Eduardo Fungairiño, preclaro fiscal jefe de la Audiencia, no leerá este artículo. Aunque una servidora le mente el nombre de su santa bisabuela, o le declare una pasión libidinosa e incontrolable. No lo leerá, ni tan sólo si este modesto artículo tuviera conexión directa con las escuchas de Mortadelo y Filemón y, entre frase y frase espiada de Carod, supiera algo de una siniestra furgoneta cuya estampa ayudó a estampar a dos centenares de personas contra la muerte. El hombre no lee prensa. Émulo del famoso mono sordo, ciego y mudo, pero sin mudo, Fungairiño no oye radio, no ve televisión y no pierde su tiempo con la canallesca impresa. Como los grandes dictadores de la historia, inmunes a los libelos de la calle. Como los grandes arrogantes del poder, superiores a las hordas de periodistas que acechan las esquinas de la información. Como lo que es, un ser superior que sólo se adoctrina con los reportajes de la BBC sobre la fecundación de los hipopótamos hembra en las zonas pantanosas de Gambia. Y así, experto en titis africanos, canguros enanos de la Australia oriental y mantis religiosas asesinas, el hombre vive feliz en el castillo de su toga ilustrada. Casi no sabe nada del mundanal ruido, excepto que parece que hubo un atentado gordo en Madrid, que dicen que no lo perpetró ETA, pero seguro que sí, y que José Mari no está contento. ¿Sabrá que el PP perdió las elecciones? Y así llega el hombre al puñetero incordio de la comisión parlamentaria, virgen de contaminaciones periodísticas, libre de toda culpa del conocimiento, digno en su alta categoría de mortal superior, atisbando el horizonte de señorías preguntonas y preguntándose, solemne: "¿Qué hace un brillante chico como yo en un deplorable sitio como éste?".

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El desprecio. Lo que más aturdida me tiene -el aturdimiento es la fase previa a una buena indignación-, es lo desacomplejado que se presentó, en su prepotencia, el fiscal jefe. Debe de ser mi lejana escuela de monjas, que aún danza por los rincones del carácter, pero una siempre pensó que los aspectos más impresentables de la personalidad se liman un poco, se esconden un mucho y, sobre todo, se viven con complejo. Sin embargo, Eduardo Fungairiño no debió de ir a la misma escuela de monjas que yo, porque ni lima, ni esconde ni se acompleja, sino que convierte la arrogancia despreciativa en una carta de presentación. Su comparecencia fue un alarde de prepotencia que se permitió ningunear los esforzados esfuerzos de los diputados de la sala. Cuando, ante un atónito Labordeta, dijo que él no sabía nada de furgonetas porque este tema no le tocaba -¿para qué iba a tocarle a un fiscal general la pequeñez de un gran atentado en Madrid?-, y que sólo se informaba con los reportajes de la BBC, la respuesta de Labordeta fue la expresión álgida de la cara de alucinados que nos quedó a unos cuantos millones. "Debe de ser porque sabe inglés", le espetó el venerable maño, y todos, en ese momento, nos pusimos boina.

Fungairiño sabe inglés. Pero no sabe nada de furgonetas asesinas, ni de sus consecuencias, ni de las vidas rotas en ese día aciago, ni de las esperanzas, ilusiones, historias de cada una de las víctimas que relató este diario que no lee, en las páginas de recuerdo que les dedicó. No le toca saber. El resto de mortales, que hemos devorado los periódicos del mundo buscando respuestas, y nos hemos emocionado oyendo los testimonios y hemos llorado viendo las crónicas de televisión, el resto de mortales sabemos que existió una furgoneta, y sabemos que nos mintieron, y sabemos que no fue ETA, pero querían que fuera, y sabemos que no nos lo han contado todo, y sabemos que nos esconden mucho, y sabemos que queremos saber. El resto de mortales, ignorantes de la BBC, no hemos querido ignorar nada, y nuestra hambre de conocimiento es inmensa. Porque nos mataron mucho, y cada vida rota nos dolió como si fuera un trocito arrancado del alma, y, mirándonos en el espejo roto de la verdad, no entendimos que con la verdad se jugara. Nos cabreó hasta el infinito la manipulación, y exigimos saberlo todo. En ese día aciago y en todos los días posteriores.

¿Si lo considero grave? No es la primera vez que siento una profunda vergüenza ajena por las actitudes y declaraciones de este fiscal provocador. Pero la provocación del otro día fue de tal calado, tuvo tal carga de desprecio con todo aquello que hemos aprendido que era sagrado, que me parece necesario considerarlo algo más que grave. Me parece sencillamente malo lo que ocurrió. Feo. Perverso. Insultante. Eduardo Fungairiño despreció a los diputados de la sala, pobres almas que leen la prensa mundana; despreció a la comisión que intenta investigar el atentado más importante de nuestra historia; despreció a la profesión que representa, merecedora de embajadores con más sensibilidad, y, sin ninguna duda, con su alarde de ignorancia militante en los detalles de fondo, su gestualidad arrogante y su empecinamiento con la pista falsa del atentado, despreció a las víctimas merecedoras, no sólo de recuerdo, sino de respeto. Lo que ocurrió en esa sala, entre unos diputados, un fiscal y la profunda huella de unos muertos, tuvo los visos de una seria vergüenza.

Hay cosas, Eduardo Fungairiño, que no tienen gracia. Ninguna gracia.

Hay preguntas, señor fiscal, que no son una lectura periodística, sino una obligación democrática.

Y hay momentos, en la historia de la gente, en que la dignidad juega a dados, y pierde.

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