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Tribuna:
Tribuna
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Víctimas culpables

Primero a raíz del secuestro y la decapitación en Arabia Saudí del técnico civil norteamericano Paul Johnson, más recientemente a propósito de la muerte en Irak, en parecidas circunstancias, del intérprete surcoreano Kim Sun-il, no han sido pocos los medios de comunicación españoles que, con la mayor naturalidad, han calificado tales sucesos de ejecuciones; tampoco resulta excepcional oír o leer en esos mismos medios piezas presuntamente informativas que tachan de asesinatos las muertes causadas por las tropas anglo-americanas en territorio iraquí; y, por supuesto, cada vez que dichas tropas efectúan un bombardeo en Faluja o en Sadr City -pongo por caso-, la impresión mediática que nos llega es que las bajas eran todas civiles inocentes, nunca jamás combatientes o terroristas.

Que asimilar las muertes premeditadas, televisadas y atroces de esos rehenes con el cumplimiento de una sentencia legal (una ejecución es eso) sea un mero lapsus linguae me parece poco verosímil, y menos en un país como España. ¿Acaso alguien dijo, cuando en el verano de 1997 ETA secuestró y asesinó a Miguel Ángel Blanco, que lo habían ejecutado? ¿Quién, fuera del entorno terrorista, ha tildado de asesinato la muerte de un etarra en enfrentamiento armado con la Guardia Civil o la policía? Pero como tampoco creo demasiado en las consignas universales ni en los complots, intuyo que, en lo relativo al tratamiento mediático de la información relacionada con el terrorismo islamista, Occidente -y España en particular- sufre una especie de síndrome de Estocolmo, un "complejo de víctima culpable" que nos induce a otorgar a Al Qaeda y compañía alguna dosis de legitimidad, a concederles cierto grado de indulgencia o comprensión. Legitimidad, indulgencia y comprensión que extraemos de nuestro masivo rechazo ante la invasión y la ocupación de Irak, sin querer entender que tanto el proyecto religioso-político como las prácticas asesinas de Bin Laden y sus secuaces son muy, muy anteriores a la guerra de 2003, a la presidencia de George W. Bush, a la Intifada palestina o a cualquiera de las restantes coartadas tras las que hábilmente se escudan.

Sólo desde un acomplejamiento enfermizo de los valores democráticos de Occidente puede entenderse que, el pasado viernes 25, un telenoticias vespertino y público mostrara al imán de una mezquita suní de Bagdad atribuyendo los sangrientos atentados terroristas del día anterior en el centro y norte de Irak a un complot "de los judíos y los norteamericanos"..., sin que los periodistas responsables de la información creyesen necesario introducir ningún matiz o contrapunto crítico a tan delirante aserto. Del mismo modo, cuando el intérprete surcoreano fue salvajemente decapitado, a muchos les pareció que la responsabilidad del drama no recaía sobre los bárbaros asesinos, sino sobre el Gobierno de Seúl por su empeño en enviar tropas al país árabe.

¿Y qué decir de la fórmula, aplicada ya a rehenes italianos y turcos, de exigir antes de liberarlos la celebración de manifestaciones antinorteamericanas en Roma o en Estambul? ¿No debería esa clase de chantaje provocar el indignado rechazo de cualquier progresista, de cualquier demócrata? Pues miles de personas acudieron a las respectivas protestas, haciendo el juego a los secuestradores fundamentalistas. En fin, mientras los mayores especialistas mundiales en Al Qaeda (Rohan Gunaratna, en EL PAÍS del 25 de junio) afirman que es esencial "controlar las mezquitas para que se expanda el islam moderado", la directora general de Asuntos Religiosos del país que sufrió el 11 de Marzo, Mercedes Rico-Godoy, desdeña cualquier vigilancia sobre los sermones de los imanes, y encima propone no hablar de "terrorismo islámico", sino de "terrorismo internacional"; el sindicato de avestruces debería reclamar a doña Mercedes derechos de autor...

Porque lo más grave es que el complejo de culpa y el desarme moral ante el integrismo islamista violento se extienden entre nosotros desde la esfera periodística a la política. Durante la cumbre de la OTAN del pasado fin de semana, el presidente Rodríguez Zapatero subrayó la necesidad de evitar el "choque de civilizaciones", y recomendó a los socios atlánticos no dar más pasos que puedan implicar enfrentamiento con Oriente. Tales propósitos no pueden ser más loables, pero su viabilidad no depende sólo de Occidente, y parece claro que en el mundo árabo-islámico existe una fracción -minoritaria, aunque significativa y resuelta- que apuesta justamente por el choque. Véase, si no, el reciente alegato del presunto cabecilla de Al Qaeda en Irak, Abu Musab al Zarqaui: "Llevaremos a cabo nuestra guerra santa contra los infieles occidentales y los apóstatas árabes hasta que se restablezca el gobierno islámico sobre la tierra".

A despecho de lo que creen aquí muchos bienpensantes, tal actitud no nace de la humillación iraquí ni de la tragedia palestina; surge -lo explica mucho mejor Daniel Sibony en el sugerente ensayo Oriente Próximo. Psicoanálisis de un conflicto, recién editado por Paidós- del abrupto contraste entre el "fantasma de plenitud identitaria" que caracteriza el origen y la expansión del islam y la frustrante realidad política, social y militar del mundo árabe en los últimos dos o tres siglos. Este declive inexplicable, los fundamentalistas lo imputan a las conjuras de "judíos y cruzados", lo cual les legitima para librar contra éstos una lucha a muerte hasta recobrar la plenitud perdida. ¿Por qué precisamente ahora? Pues porque la globalización, las migraciones y la tecnología les brindan unas posibilidades de acción impensables hace 100 o 40 años.

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Sí, lo de Irak ha sido un desastre, y lo de Abu Ghraib una vergüenza. Pero admitirlo no debería condenarnos ni al candor, ni al angelismo, ni al autoodio.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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