Sol en Barcelona
Uno. Toni Casares se merece un doble aplauso: como programador y como director de escena. Esta temporada ha impulsado en la Sala Beckett un conjunto de nuevas obras con un objetivo común: redescubrir Barcelona desde un escenario, crear ficciones que hablen del aquí y el ahora de la ciudad y sus gentes, frente a la excesiva abstracción de la dramaturgia catalana de los últimos años. No hemos visto todavía, quizá por falta de sensibilidad política, ese teatro con marchamo británico del que les hablaba hará unas semanas, capaz de meter el dedo en las llagas sociales de nuestro momento sin caer en la farsa o el panfleto: todo llegará. A cambio, el proyecto nos ha regalado dos joyas que huyen por igual de las servidumbres del "teatro joven, rabiosamente joven" (que siempre suele estar hecho por jóvenes viejos) y del sociologismo inane con pretensiones de diagnóstico: tras Barcelona, mapa de sombras, de Lluïsa Cunillé, pieza maestra del ciclo y culminación de una escritora en plenitud, acaba de estrenarse Llueve en Barcelona (Plou a Barcelona), de Pau Miró, un joven actor y dramaturgo, con tres obras en su haber, que alcanza su primer logro rotundo. Los amantes de tomar el rábano por las hojas, o de mirar al dedo cuando señala la luna, han querido reducir esta función a los roles sociales de sus protagonistas -una puta, su chulo y su cliente- como si para hablar de Glengarry Glen Ross dijéramos que va de vendedores de parcelas. El tono de Llueve en Barcelona, muy sabiamente modulado, es su primer hallazgo. No hay -¡oh sorpresa!- explotación del cuerpo femenino en escena, ni violencia pirotécnica. Tampoco hay clichés psicológicos. Es, si quieren, una "pequeña historia", pero nadie lleva trajes cortados en serie. El chulo no habla en cheli, ni es agresivo y tatuado. La puta no es líricamente desgarrada. El cliente no es un cabrón seboso. Aquí nadie es "de una pieza". Aquí hay humor inesperado, emoción inesperada, ternura y ferocidades imprevistas. Tampoco los conflictos aparecen a golpe de silbato, según las pautas de manual: la comedia nació en un taller de Javier Daulte, y vaya si se nota. No voy a contarles el argumento ni sus giros. Sólo les diré que a Cassavetes le hubiera gustado mucho esta función. O a Kaurismaki. Todo serpentea, como una red de aguas subterráneas que pueden brotar debajo de una cama o frente a un cuadro repentinamente ominoso, o en mitad de un entierro anunciado. Aquí hay suaves intermitencias del corazón, penas que no saben gritar su nombre. Y un poderoso anhelo de poesía, aunque llegue en envoltorios de bombones. Aquí se crea una familia, con su férrea mixtura de vínculos y ataduras. Éste es un cuento moral, profundamente moral, porque los personajes se enfrentan a sus conflictos, crecen y aprenden, pierden batallas y ganan guerras. ¡Qué enorme rareza, cuando el catón de la posmodernidad exige ruido y desolación, la perfecta receta para que todo siga igual, para no atreverse a nada verdaderamente original, para no encontrar la isla del tesoro según nuestros propios mapas!
Dos. La muchacha es Alma Alonso, todo un descubrimiento, que interpreta su papel como una Rita Tushingam de barriada -el Raval barcelonés- con verdadero sabor a miel, liviana o adensada, en sus ojos y en sus frases. El primer hombre (a ratos padre patrón, a ratos hermano menor) es Alex Brendemühl, el sorprendente actor de En la ciudad y Las horas del día: una bestia parda de una gran delicadeza, que recuerda al joven James Caan de The Rain People, y al que quizá sólo le sobre una cansina risilla nerviosa a lo Beavis (o Butthead, no sé). El segundo hombre (a ratos hermano mayor, a ratos padre patrón) es Carles Martínez, dibujando frase a frase un biotipo catalanísimo, un cuervo con alas y pico de gaviota, una mezcla indiscernible de racionalismo y locura. Sí, reconocemos perfectamente a esos personajes, por debajo -o por encima- de sus roles. Ése es, insisto, el gran acierto de Llueve en Barcelona, la clave de su conexión con el público, un público que se rompe las manos aplaudiendo al final de cada representación. La identificación no se produce por la vía del costumbrismo. No es un sainete, ni, aunque lo parezca, una tranche de vie sin ventanas. Es algo mucho más sofisticado, porque esa máquina se mueve con un gran respeto hacia su material y hacia su audiencia, porque no da las cosas mascadas ni ofrece empatías instantáneas con los personajes. Las constantes ambigüedades del relato están servidas con una gran claridad expositiva. No hay mejor relato, para mi gusto, que el que adopta la transparencia de un lago dejando entrever, sin imponerlas, las muchas y diversas capas de agua que separan la superficie y el fondo. En este juego es fundamental la elección de una escenografía tan precisa y tan hiperrealista como la que han creado Max Glaenzel y Estel Cristià, ceñida por una orla blanca que es un toque de genio: en un mismo plano se conjugan la verdad "natural" y un marco que le confiere un toque onírico, una distorsión imperceptible a simple vista pero muy poderosa a medio plazo, como si un cuadro de Hopper estuviera cobrando vida ante nuestros ojos. Y, volviendo al sombrerazo del principio, la clave última es el trabajo de puesta en escena de Toni Casares, cada vez mejor director. Su trabajo en El club de las pajas, de Albert Espinosa, ya nos ofreció un primer acto memorable, y aquí no da ni una nota falsa, poniéndose absolutamente al servicio de la función, guiando a los actores paso a paso, jugando, con la humildad de un joven maestro, en esa doble y sutilísima escala de la mirada conceptualizada por el decorado: realidad estilizada, clara y honda, "poetizada" desde dentro, sin agitar campanitas ni buscar el lucimiento de la firma. Llueve en Barcelona: teatro absoluta y necesariamente "exportable", que sólo parecerá "localista" a quienes quieran leer así las piezas de Pinter o de Mamet o de Arniches. En la Beckett, cita obligada, hasta el 27 de junio.
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