El Este se abstiene
Si los europeos occidentales han mostrado su desapego por las elecciones al Parlamento de Estrasburgo, la indiferencia de los miembros recién llegados de Europa del Este ha sido espectacular. No cabe, sin embargo, acentuar la estridencia de este clarinazo proveniente de la antigua órbita comunista. Si los líderes europeos más consolidados no han encontrado la manera de contener el interés decreciente que la UE suscita entre sus conciudadanos -reflejado en una participación menguante desde 1979-, mucho más difícil les resulta a los dirigentes de unos países que, por razones obvias, ven al Parlamento Europeo como parte de una acrisolada y ajena superestructura burocrática.
En la elevadísima abstención de los antiguos países comunistas, y en general de los nuevos miembros, se mezclan elementos de diversa índole. Uno, importante, es que estas naciones, que han vivido durante generaciones detrás de un muro económico e ideológico que las separaba de Europa, consumieron el año pasado su cuota de entusiasmo participativo en sus respectivos referendos de ingreso en la UE. Tiene menor interés para ellos quiénes les representen ahora en un Parlamento que consideran distante y enigmático. Por el contrario, los comicios han sido, allí también, el pretexto ideal para ventilar agravios con sus dirigentes, especialmente llamativos en los casos de Polonia y la República Checa, donde los partidos gobernantes han obtenido un ridículo 9% de los sufragios. En Eslovaquia, récord absoluto de indiferencia con una misérrima participación del 17%, ha funcionado además el hartazgo de las urnas. A los eslovacos se les había pedido ya este año votar en tres elecciones nacionales: dos vueltas presidenciales y un referéndum sobre su Gobierno.
Pero el ingrediente que mejor explica la profundísima apatía de los países del Este es la percepción mayoritaria, explotada astutamente por populistas y antieuropeístas, de que son considerados ciudadanos de segunda en el club al que finalmente han accedido tras años de ansiedad. Esta apreciación tiene mucho que ver con las restricciones transitorias impuestas a la inmigración por los Estados poderosos. Y también con las propuestas, articuladas sobre todo por Alemania y el Reino Unido, para que prácticamente se congele el gasto europeo durante los próximos 10 años.
Peligroso para la nueva Europa es no sólo que se ensanche el foso actual entre los miembros históricos y los nuevos socios llegados del frío, sino que el descontento de unos y otros con la forma en que se dirige el club común acabe reforzándose. Los resultados electorales van a hacer a los grandes partidos más defensivos y quizá más euroescépticos. Si los líderes de la UE no acaban conectando con la calle y las instituciones se puede llegar a un punto en que el Parlamento Europeo sea tanto más cuestionado cuanto mayor es su capacidad para modelar la vida de 450 millones de ciudadanos.
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