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Columna
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Europa, cosa de hombres

Los resultados electorales han sido los que han sido. Previsibles si uno disponía de la perspectiva correcta, lo cual no es fácil tratándose de un asunto en el que convergen tantos intereses. En el panorama europeo aún nos movemos como pisando huevos; pero, precisamente por esto, se olvidan muchas cosas elementales y básicas. Lo cierto es que ésta ha sido una campaña fatigosa, pesada, aburrida, que no ha impulsado al voto y en la que Europa ha aparecido como un pretexto para expresar tanto obsesiones sectarias como patologías ególatras.

Europa, claro está, es un invento, una construcción, de todos. Y ahí caben incluso esos vicios tan perceptibles estos días pasados. Europa no es un lugar de ensueño donde sólo existe lo maravilloso y lo perfecto, sino -ésta es la gracia- un compendio social y político de lo más dispar y paradójico. Europa es un método -el único conocido- para que todos estos ingredientes contrapuestos encuentren acomodo y se rijan por el respeto a lo diferente. Y esto es justo lo que se ha impedido en esta campaña monolítica y secuestrada por una visión ofensivamente unilateral de la realidad.

Europa, diría el tópico, se ha presentado ante nosotros como cosa de hombres. He seguido con atención el desarrollo del guión electoral y he descubierto, con enorme sorpresa, que ninguna mujer ha participado en ninguno de los debates televisivos: ¿cómo iban a participar mujeres si los jefes de cartel eran todos hombres? En los medios escritos la realidad no se ha mostrado más estimulante: sólo fotos y palabras de señores muy entregados a la causa de una Europa sin mujeres. Ellas aparecían sólo como acompañantes, adláteres de los candidatos. Parecía un chiste malo, de tan viejo y manoseado: una vuelta a un pasado que el presente y el futuro de Europa no se merecen. ¿Puede construirse Europa sin las mujeres?

Con la mejor de las voluntades, los candidatos ponían sobre la mesa, para condenarlas, una panoplia de discriminaciones, algunas muy reales, otras más subjetivas y literarias. Cada uno especificaba sus razones, muy legítimas, para considerar que Europa debía ser solución de esos problemas. Y efectivamente, en conjunto, los candidatos mostraban que Europa es el lugar donde hasta las más pintorescas formas de pensar convergen, pueden confrontarse en libertad y, un día, ayudarán a formar una realidad más común.

Estas buenas intenciones, estos mensajes diversos, compartían, sin embargo, una extraña falta de credibilidad, sonaban a rollo patatero, a déjà vu, a política rancia expresada en lo que los franceses llaman langue de bois. Todo, en suma, muy masculino, a la más vieja usanza: parecían encantados de no tener entre ellos a una mujer que cambiara tan unívoca sintonía expresiva. Estaba claro cuál era el mensaje: Europa es algo tan complejo y serio que sólo puede ser cosa de varones. Lo cual no es novedad: ¿por qué todos los temas serios -la Constitución, la forma de Estado, el Estatut- suelen ser debatidos en público sólo por hombres? ¿No tienen opinión ni criterio las mujeres?

Esta campaña ha sido un test: los partidos políticos han hablado de discriminaciones, pero han ignorado, al menos, a la mitad de la población. La paridad ha quedado, a la vista del conjunto de los candidatos promocionados, en entredicho o como expresión de un paternalismo inmóvil. El mensaje ha llegado: las mujeres votan, pero no son votadas; su visión de Europa, su nuevo lenguaje político, no existe. Las mujeres han de votar a hombres, que son quienes entienden de las cosas serias. ¡Viejísima política! Un bochorno, también para los hombres, porque todos sabemos que Europa no existirá si las mujeres no pueden expresarse a su manera, con su lenguaje y su cotidianidad. ¿Alguien se extraña aún de la abstención?

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