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Contra las corridas de toros

En algunas zonas opulentas del mundo, un corderillo lechal puede ser mascota de los niños de la familia; lo que no es obstáculo para que luego, en la comida, haya un plato de chuletas de cordero.

En las zonas rurales de Iberia, degollar un conejo o una gallina para la pitanza, es costumbre ancestral que no se pone en solfa. Mi madre lo hacía y yo, chiquillo de sensibilidad enfermiza, corría a ocultarme y me tapaba los oídos. Pero ella, mi progenitora, era una santa y sus "asesinatos", espaciados por razones económicas, tenían un algo de rito. Ponderaba el conejo, le magreaba los muslos, el lomo y la barriga, antes y después del sacrificio. Se cercioraba así de que sus cálculos a ojo de buen cubero habían rebasado -o defraudado- sus expectativas en cuanto a la cantidad de carne. El cuchillo era un mero trámite. Lo excitante del rito era el cómputo mental de los platos que saldrían del hermoso cadáver.

Escribe Jesús Mosterín (EL PAÍS, 25-04-2004) que el toro sufre en la plaza: "Tiene un sistema límbico muy parecido al nuestro y segrega los mismos neurotransmisores que nosotros cuando se le causa dolor". Mosterín lo sabe mejor, es un sabio. Pero el dolor físico -no digamos el inmaterial- no es pleno si no es pensado. Sistema límbico, neurotransmisores, vale. Pero no es igual la misma cantidad de dolor aplicada a un ser humano que al toro o a otro animal de estructura interna semejante a la del ser humano. La conciencia del dolor produce pensamiento y éste se bifurca en muchas vías que a menudo atañen a la razón misma de la existencia; con lo que cambia la naturaleza del dolor y su intensidad. Con perdón de Mosterín, a mí no se me ocurriría hacer una asociación entre el dolor físico de un ser humano y el de un animal. En realidad, y aunque acortando enormemente la distancia, no todos los humanos percibimos con la misma intensidad y cualidad el mismo -objetivamente- dolor de muelas.

Dicho lo cual aplaudo de todos modos las palabras de Mosterín con respecto a la hoy ya mal llamada fiesta nacional: "Si no tenemos embotada la sensibilidad moral, tenemos que exigir el final de esta salvajada".

A Pío Baroja le habría gustado situar estratégicamente una ametralladora a la salida de la plaza de toros para dispararla contra los asistentes. Eso escribió. En cambio, Ortega, entre otros nombres menos ilustres (recordemos la pasión taurina de Hemingway), defendió el espectáculo. En nuestros días, un escritor conocido, Mario Vargas Llosa, se declara a favor: "Los enemigos de la tauromaquia se equivocan creyendo que la fiesta de los toros es un puro ejercicio de maldad en el que unas masas irracionales vuelcan un odio atávico contra la bestia". (La última corrida, EL PAÍS, 2-5-2004). Reconozco que no entiendo palota. ¿Los aficionados a los toros odian al toro? A mí el psicoanálisis. Yo creí que apostrofan al ganadero si el animal sale manso, tuerto, cojo o sin fuerza; pero si es lidiable, y no digamos si es muy lidiable, goza de amplia simpatía y a veces incluso se le ovaciona o se pide su indulto. En puridad, el público poco entendido (la inmensa mayoría) ni ama ni odia y eso es lo peor que podía ocurrirle al pobre toro. Ni él ni su matador desatan una catarsis colectiva, pues el peligro per se, como puro espectáculo, puede turbar epidérmicamente, pero sin traspasar la zona "freática".

En su defensa de la tauromaquia, el señor Vargas Llosa acumula tópicos más traídos y llevados que Maritornes. En los países de vanguardia, viene a decir, muchos animales son objeto de indecibles malos tratos, baste pensar en la cría industrial de gallinas y cerdos. Eso es cierto y la UE ha intervenido y los abusos se van corrigiendo hasta donde es posible si es que queremos que haya proteínas de origen animal para toda la población. Pues que no las haya. Vargas Llosa lleva su argumento al límite. Póngase fin a la violencia que los seres humanos le infligimos al mundo animal, pero hágase "de manera definitiva e integral, sin excepciones". Habría que suprimir hasta las campañas de erradicación de insectos como el mosquito anófeles, transmisor del paludismo, pero ignorante de tal maldad. Caray.

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Ésta y otras razones archisabidas se pasean por el texto de don Mario. Si a un toro de lidia se le dejara la elección (¿) entre su destino actual o pacer burguesamente en la dehesa, comiendo hierba y sacudiéndose las moscas con el rabo, "es muy posible" que elegiría quedarse como está. Habló el buey y dijo "mu". Demasiado suponer. Ni toro ni buey ni vaca tienen opinión, pero si la tuvieran, sería mi opinión o la tuya (la del ser humano) y francamente, prefiero mi opinión a la del señor toro y a la de la señora cucaracha, por más que ésta es mucho más antigua en este planeta que el ser humano. El toro podría preferir la lucha, morir si es posible matando, pero los humanos no tenemos por qué compartir tal punto de vista. Si yo rechazo la fiesta de los toros lo hago pensando, en primer lugar, en la sociedad humana. Me repugna el dolor gratuito infligido a cualquier animal, pero más que por el animal, por el hombre: por mi especie.

Degollando a un conejo, mi madre no se embrutecía, pues sus resortes afectivos estaban en alerta placentera... ante la perspectiva de poderles proporcionar una ración de proteínas (con periodicidad bimensual) a sus cuatro desnutridos hijos. Habláranla del conejo adquirido vivo y se quejaría del precio, sin entender más lenguaje. Al espectador de una corrida de toros le sobran proteínas en el cuerpo y no piensa en las menos sabrosas y antieconómicas del animal a cuya ejecución brutal asiste.

Esas bocanadas de sangre que riegan la arena, los arpones lacerantes y sanguinolentos, el repulsivo lenguaje (cortar la oreja, estoconazo...). No negaré que el toreo, cuando hay fortuna (que no es muy a menudo) tiene cierta belleza. Estoy dispuesto a admitir que tiene mucha. Y además, toda la metafísica que Vargas Llosa le encuentra a este espectáculo. Todo en mayor grado que el crimen perfecto, que es meramente racional.

Pero donde haya un contenido degradante el arte queda sepultado, como el caviar en los paladares exquisitos.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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