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Columna
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Coches

Uno de los motivos que muy temprano me llevaron a sospechar que jamás sería un gran escritor es que tuve coche desde los 18 años. Un coche desastrado y minúsculo, es verdad, de segunda mano, que apenas podía remolcar las cuatro ruedas y las dos piernas que accionaban los pedales, pero coche al fin y al cabo, y eso en el parnaso de la literatura se paga muy caro. Hay un cuento de Roberto Fontanarrosa en que se desenmascara la lucha atávica que han mantenido unos contra otros los automóviles y los trenes, cómo unos arrebataron la supremacía de las comunicaciones a otros que luego, para vengarse, trituraban todo objeto con faros que descubrieran posado sobre un paso a nivel: y se me ocurre que Fontanarrosa podría haber diseccionado de igual manera la antipatía, el enfrentamiento, la repulsión que desde los albores de la era mecánica ha divorciado a coches y escritores. ¿Por qué? No lo sé. Tal vez porque inventar historias exige aislamiento, olvido del presente, desidia, y todas esas actividades, o escasez de ellas, se llevan mal con ponerse delante de un volante. Tal vez porque a los buenos escritores no les guste conducir, sino ser conducidos: no sé si era Carlyle o Wordsworth o algún otro de esos ingleses estratosféricos el que afirmaba que no existe página de valor en la historia de la literatura que no haya sido dictada por el Espíritu Santo, o por el genio o la musa, que son los mismos. El caso es que coche y escritor resultan términos incompatibles; por citar sólo a los que conozco, sé que Jesús Ferrero no ha pasado en su vida del asiento trasero de un taxi, o que José Carlos Somoza se sacó el carné en Venezuela siendo muy joven y se niega a ejercitarlo aquí por miedo a ir indocumentado; Antonio Muñoz Molina se ha resignado a convertirse en chófer ahora que vive a un montón de kilómetros de Madrid, pero esa idea no le visitó jamás antes de los 40; y aquí en Andalucía, el autor de cuentos Félix J. Palma precisa de su esposa cada vez que tiene que salir de Cádiz para pronunciar una conferencia.

Esa vieja enemistad llega aún más lejos: los coches se han tomado la revancha del desprecio a que los literatos los someten liquidando sicilianamente a algunos de ellos. Albert Camus se estrelló en su vehículo y quedó hecho papilla, lo mismo que Martín Santos; el poeta checo Jiri Orten, que apenas rebasaba la veintena, fue atropellado el mismo día de su cumpleaños y murió en la calle; dos o tres años más tarde, un camión empleaba el mismo método en Bucarest para acabar con la vida de Mihail Sebastian, una de las promesas más vigorosas de la nueva literatura rumana. Con todos estos antecedentes, no sé por qué yo me vendí desde tan temprano y renuncié a un porvenir literario por no cansar mis piernas. Al fin y al cabo, el coche es una cosa que sirve para poco en los días que corren, sobre todo si estamos en mayo y uno vive en las afueras de Sevilla: todos estos pensamientos han cruzado dolorosamente mi cerebro en la hora y tres cuartos que llevo ya sentado frente al parabrisas, en una rotonda cortada por la policía, mientras la máquina perforadora de las obras del metro me taladra los oídos y pasan las carretas del Rocío entre panderetas y vítores.

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