Un Madrid inusual
Las televisiones internacionales exhiben al mundo una ciudad diferente
El mundo se asomó ayer a un Madrid gris y empapado y a una ceremonia austera, de emociones contenidas. La imagen de la boda real proyectada al exterior fue muy distinta a la que emitieron las otras dos bodas del siglo, quizá por la lluvia, quizá porque lo ocurrido el 11 de marzo estaba reciente. O acaso porque, a diferencia de los enlaces anteriores, se trató de una ceremonia sobre la que no pesaban urgencias institucionales, políticas o económicas. Cientos de millones de personas vieron tan solo el matrimonio del príncipe heredero de la Corona española con una hermosa dama, en un día meteorológicamente desafortunado.
Las grandes bodas reales retransmitidas por televisión definen, de forma inevitable, la imagen de un país. La primera, el 19 de abril de 1956, fue la de Rainiero de Mónaco y la actriz Grace Kelly. Por primera vez se utilizaron el directo televisivo (tres millones de espectadores) y la recreación cinematográfica (documental de la Metro Goldwin Mayer) para trascender los límites de una ceremonia convencional. Los Grimaldi estaban al borde de la ruina. El Principado había perdido la celebridad turística de los años 20 y 30 y la Europa de la posguerra no se sentía atraída por la ruleta. Era necesario aprovechar el instante de fama.
La ceremonia matrimonial, concebida como un espectáculo de felicidad pública, marítima, veraniega, con miles de globos y palomas en un cielo azul, cambió la suerte de Mónaco y los Grimaldi. Desembarcó el turismo americano, Aristóteles Onassis ingresó como socio mayoritario en la Sociedad de Baños de Mar, instaló su yate en el muelle de Montecarlo, y llovió dinero sobre el minúsculo Principado mediterráneo.
En el otro gran antecedente, el enlace de Carlos Windsor con Diana Spencer, el envite era menos concreto pero de mayor calado. El mundo vivía grandes convulsiones en 1981: en marzo Ronald Reagan sufrió graves heridas en un atentado; en mayo le ocurrió lo mismo al papa Juan Pablo II; en octubre fue asesinado el presidente egipcio Anwar Sadat. El Reino Unido estaba en llamas. Los presos del IRA se dejaban morir en la cárcel, la economía no salía de la recesión, el radicalismo conservador de Margaret Thatcher era criticado por su propio partido y en varias ciudades se registraban los peores disturbios del siglo. Un joven fue muerto por la policía en Liverpool la misma víspera de la boda.
La monarquía británica necesitaba lanzar una señal de potencia hacia el mundo, y quiso que el casamiento de Carlos y Diana fuera lo nunca visto. Carrozas de cristal, colores azules y rojos muy intensos y un espectacular despliegue de todo el ceremonial milenario inventado por la reina Victoria en el siglo XIX hicieron revivir en todo el planeta la magia de Londres. Hubo efectos inmediatos: la venta de souvenirs de la boda generó en tres meses un negocio superior a los 430 millones de dólares y el turismo londinense aumentó un 40% en un año. Los efectos remotos son de más difícil atribución, pero en los 80 resucitó el Swinging London de los 60 y la ciudad volvió a estar de moda.
Discreción burguesa
La boda de ayer estaba desprovista de urgencias. Cargaba, en cambio, con el recuerdo de una matanza reciente. Madrid y los escenarios principales de la ceremonia se envolvieron en tonos suaves y apastelados que la luz plomiza enfrió. La realización televisiva evitó escarbar con primeros planos los rostros de las familias en busca de emociones. Entre los invitados pareció predominar una discreción burguesa.
Y el Madrid que mostraron las cámaras aéreas, abundante en árboles y paraguas, con el asfalto acharolado y los edificios sólidamente grises, podía confundirse con una capital nórdica. Las retransmisiones de televisión internacionales, como las de la RAI y la BBC, más breves y concretas que las españolas, con menos calor público y más atención a los ritos y a la carga institucional, exhibieron ante los ojos del mundo un Madrid distinto, inusual. Los efectos de esa imagen se descubrirán con el tiempo.
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