Enseñar un comportamiento
Espero llegar aún a tiempo. Espero que las editoriales no se hayan lanzado todavía a encargar libros de texto con el título de Etica e igualdad para 4º de la ESO. Y sobre todo, espero poder alcanzar con esta reflexión a quienes corresponde poner en marcha la prometida ley de Violencia de Género.
Es normal que cuando se quiere cambiar la realidad social se piense en la educación; porque educar es eso, conducir la conducta del otro, hacer que los individuos modifiquen sus comportamientos en el sentido deseado. La educación, cuando formula de manera consciente sus objetivos, tiene que tener en cuenta que, para introducir nuevos modos de hacer, hay que proponerse al mismo tiempo cambiar los existentes. Y por eso mismo resulta altamente complicado. Lo sabemos no sólo los que ejercemos como enseñantes sino cualquiera que tenga hijos.
Los niños adoptan comportamientos imitando a quienes ellos confieren prestigio, importancia, autoridad. Y, abiertos al mundo como se encuentran, sus fuentes de autoridad son muy diversas: quienes viven con ellos, la televisión, sus amigos, sus profesores, la calle. Paralelamente a la intervención consciente de la educación, la sociedad imprime, a través del lenguaje y de sus modos de vivir, algunos comportamientos que se manifiestan en acciones y reacciones adoptadas desde una edad muy temprana. Cuando queremos modificar lo ya existente nos encontramos con una gran resistencia por parte de los sujetos, aunque sean pequeños, ya que aprendieron a actuar y a hablar sin esfuerzo, y les parece natural conducirse de esa forma. Por este motivo, para ser eficaces e introducir cambios, se requiere mucho saber hacer, mucha atención, infinito cuidado.
A veces incluso hace falta poner trampas, cebos para hacerlos picar. Como lo fue la campaña que el Gobierno británico inventó para favorecer la lectura entre chicos jóvenes. Habiéndose percatado de que, a ojos de los varones en edad escolar, leer era considerado un comportamiento afeminado -y, por tanto, carente de importancia-, frente a utilizar ordenadores, más viril y, por eso, más atractivo, se diseñó una publicidad para televisión consistente en presentar a famosos deportistas varones que declaraban su entusiasmo por la lectura, mostrando el libro que estaban leyendo en ese momento.
Si queremos que los futuros varones, ciudadanos españoles, no resuelvan sus conflictos mediante la fuerza, sin duda tenemos que alterar algunos patrones de conducta que tienen incorporados desde la niñez. No es imposible. Hay que saber, sin embargo, cómo hacerlo para no perder el tiempo inútilmente o, lo que sería desastroso, para que no sea peor el remedio que la enfermedad.
Hay que lograr que pierda prestigio el modo bruto de proceder mediante la fuerza física y el sometimiento. Sería absurdo pensar que eso lo puede conseguir la escuela ella sola. Pero sin duda la escuela puede mucho, a condición de saber en qué sentido hay que hacer las cosas. Los centros educativos son espacios de convivencia entre chicos y chicas, en los que hay diferencias, roces, incomprensiones, luchas, deseos, amores, enemistades y resentimientos, pero que a diferencia de lo que ocurre en sus casas o en la calle, esos procesos tienen lugar bajo la mirada de profesionales de la enseñanza.
Lo primero que habría que conseguir es que los profesores fuéramos adiestrados en lo que, si no es por intuición o por casualidad, no sabemos hacer. Una formación específica en resolución de conflictos, que los inclinara a estar presentes en cualquiera de los enfrentamientos que se generan en un centro escolar, sería un gran avance. Si a eso se le quiere añadir talleres, psicodramas, teatralizaciones o prácticas diversas que psicólogos, pedagogos u otras personas especializadas puedan aplicar terapeúticamente a los estudiantes, para desencadenar situaciones en las que afloren sentimientos no siempre conscientes, mejor todavía. Pero si en lo que se piensa es en una asignatura dentro del currículo escolar, con sus exámenes y evaluaciones, sus libros de texto y su aprendizaje de conceptos, impartida por los sufridos profesores de filosofía que igual servimos para un roto -la asignatura Hecho religioso del anterior Gobierno- que para un descosido -la propuesta Ética e igualdad del actual Gobierno-, se está errando el tiro.
Me preocupa imaginarme los libros de texto que se publicarán si prospera la idea de la asignatura Ética e igualdad para 4º de la ESO. Casi puedo ver las fotografías y estadísticas mediante las cuales se demostrará todas las situaciones de vejación, subordinación, desigualdad y sometimiento en las que se encuentran muchas mujeres. ¡Que no se me diga que eso es lo que pasa, porque ni eso es lo único que pasa, ni saberlo implica un cambio en el comportamiento! Ya afirmaba el sabio Spinoza que los humanos nos caracterizamos por ver lo mejor y hacer lo peor: es relativamente sencillo hacer que la razón recuerde un argumento, pero es un asunto sumamente difícil hacer que ese argumento incida en el desarrollo de una emoción. ¿O es que aprobar esa asignatura haría menos brutales a los chicos? Y ¿qué se supone que lograría entre las chicas? Desde luego no las animaría a pensarse como dueñas y señoras de este mundo al que aspirar a gobernar y enriquecer.
Ahora que ha cambiado el clima político en nuestro país, es un buen momento para entender que son muchas las cosas que se pueden enseñar en la escuela, y no por ello tienen que convertirse en asignaturas evaluables. Desterremos de una vez por todas las marías y hagamos de los centros de enseñanza lugares en los que se desarrollen, junto con las clases de las materias propias del currículo, una pluralidad de actividades educativas no evaluables, aunque fundamentales desde el punto de vista educativo.
Además la escuela agradecería también una ayuda: ¿qué tal si se hacen anuncios en la televisión, en los que Beckham o Ronaldinho muestren su desprecio hacia los miserables que resuelven sus desavenencias con las mujeres a golpes, haciendo ver que es poco viril actuar de esa manera, y declarando que los varones maltratadores no son sino pobres víctimas de una mala educación?
Maite Larrauri es filósofa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.