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Columna
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Emociones

Con frecuencia, en mis artículos sobre España o Cataluña -y perdonen la referencia personal- uso expresiones sentimentales. Muchas veces he usado la metáfora del abrazo, por ejemplo, para referirme a la necesaria fusión entre las dos grandes ramas culturales que han confluido en el territorio catalán (de momento coexistiendo, no regalándose más que pulcra indiferencia, aunque, por fortuna, sin enfrentarse, ni mucho menos, a la vasca). También he usado el mismo símil para rebozar el concepto lealtad, que me parece clave en este momento histórico, en el que, gracias a la imprevista y balsámica victoria de José Luís Rodríguez Zapatero, se abren tantas expectativas de pluralidad en España, en formidable contraste con el tenso periodo encorsetador de la presidencia de Aznar, que alimentó lo que Felipe González describía como "el desapego catalán". Aparecerán muchos palos en este camino (los pone ya, resentida, la derecha uniformista, súbitamente descabalgada), pero sería de esperar que los palos no se pusieran, al menos durante un tiempo prudencial, desde Cataluña (sería de esperar: ¿existe, por ventura, un camino alternativo a éste, factible y verosímil?). Algunos, sin embargo, no han podido aguardar un instante. Los 100 días del tópico han quedado, en este punto, en nada. Ha servido de espoleta, ciertamente, el pintoresco ministro Bono (cuyos excesos verbales han producido, por bizarros, el mismo estupor en la Cataluña interior que en el Madrid castizo, como demuestra el hecho de que en todas partes los humoristas las acogieran como agua de mayo). Pero la clásica zancadilla catalana se ha producido a la primera ocasión: si el vicepresidente Solbes enmienda lo que dice el ministro Sevilla sobre la financiación, se sigue insistiendo una y otra vez en lo que dice el ministro, a pesar de su menor rango.

Es necesario apelar a la razón y a los sentimientos para configurar una nueva hegemonía moral: un nuevo consenso basado en la inclusión

Muchos son, pues, los que están apostados esperando el primer resbalón: con la inmensa lupa presta a aumentar el agravio. Indiferentes al hecho de que, a pesar de los prejuicios y las desconfianzas, el proyecto de Zapatero puede facilitar caminos de salida a dos de los problemas que más principalmente afectan a la Cataluña actual: por una parte, el estrangulamiento financiero (que impide desarrollar la política social, así como enfrentarse a las sombras que describen los economistas), y por otra, el reconocimiento, la protección, el cultivo de la lengua catalana en el contexto español y europeo. La lealtad de los catalanes, en contrapartida, consistiría en despejar decididamente las dudas que acechan a muchos españoles de matriz cultural castellana acerca de la sinceridad de nuestra apuesta. En este sentido, proclamar el "Visca Espanya!" en catalán, es decir, realizar una afirmación sentimental que contribuya a eliminar las dos caras del mismo obstáculo (la ambigüedad catalana, la reticencia castellana), me parece un buen ejercicio. Se trata, como es obvio, de un ejercicio retórico. Aunque supongo que a estas alturas, cuando la publicidad emocional ha conquistado el mercado, ya nadie duda de la fuerza sugestiva de la retórica. En un tiempo como el nuestro, en el que la poética sugestiva ha sustituido a la argumentación intelectual, no hay que menospreciar los efectos de la retórica, especialmente si estos efectos contribuyen a descomprimir nuestras sociedades, a destactivar las tensiones, a activar las conciliaciones, a favorecer las (buenas) relaciones.

La metáfora del abrazo suena a kitsch, lo reconozco. El kitsch consiste en la ingenua imitación de los valores artísticos genuinos. Fabrica burdas falsificaciones de la belleza canónica con fines decorativos. Podría parecer que falsifico sentimientos colectivos cuando, al reflexionar sobre nuestra realidad política con argumentos racionales, uso términos sentimentales (especialmente cuando, después del análisis, trato de encontrar alguna puerta de salida). Reconozco el riesgo del lenguaje afectivo. Apelar a la descompresión de los sentimientos hostiles enfatizando los afectos puede hacerle a uno quedar en ridículo (especialmente en los austeros salones de minimalismo expresivo, tan contenidos de formas, conceptuales y graves, en los que cierta modernidad artística se complace, alejándose de las expansiones populares o pequeñoburguesas). Los afectos serán ridículos, pero son materia imprescindible para la construcción de los puentes de la compresión y del diálogo.

A pesar del riesgo de mi apuesta expresiva, por otra parte calculado, me reafirmo en la necesidad de usar estos términos sentimentales. Llevo muchos años convencido de que uno de los errores de la ilustración (y, consiguientemente, del racionalismo democrático) es su incapacidad para entender la fuerza de la pasión en la vida de los ciudadanos, la persistencia de la tradición, la gaseosa aunque decisiva importancia de las emociones colectivas. Negarse a incorporar estos elementos en el análisis y en la propuesta de soluciones implica una cierta comodidad intelectual y un distanciamiento aristocrático que ni la izquierda política ni los intelectuales deberían concederse. El cambio político que se ha producido en Cataluña y en España (peligrosamente vacilante y lento el primero, tocado por la gracia y la velocidad el segundo) no ha comportado, de momento, ningún recambio de hegemonías, que siguen siendo las mismas. En Cataluña, el nacionalismo sigue siendo mucho más fuerte que el catalanismo (un nacionalismo bifronte, si se quiere, en parte atrincherado en bandos distintos). En España, sigue imperando el españolismo de matriz católica y castellanista, surgido de la exasperación de 1898. Uso el término hegemonía en el sentido que le daba Antonio Gramsci. La supremacía de un grupo se expresa, más que con el poder, mediante el consenso ideológico que consigue promover en la sociedad, en la capacidad que tiene de dirigirla intelectualmente y moralmente. El catalanismo inclusivo y su paralelo español, el pluralismo liberal, tienen todos los deberes por hacer. Parece evidente que, en tiempos posmodernos, es necesario apelar no sólo a la razón, sino también a los sentimientos, para configurar una nueva hegemonía moral: un nuevo consenso basado en la inclusión. Será un camino de espinas. No veo por qué habría que menospreciar las rosas de la emoción que puedan perfumar tan áspero camino.

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