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SAQUE DE ESQUINA
Columna
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La trituradora

Después de sucesivos intentos y aproximaciones, Rafa Benítez ha convertido al Valencia en una trituradora. Es un molino que suena como un molino y trabaja como un molino. Tiene un cuerpo giratorio cuyos engranajes van encajando en el recorrido de la maniobra, y no importa el producto que le carguemos en la tolva: desmenuza por igual la piedra, la madera y el músculo. Le entregamos un adversario perfectamente uniformado, con sus escudos, sus pantorrillas, sus botas y sus galones, y nos devuelve una parva de salchichas, galletas, píldoras y monedas. Carne picada y materia residual.

Una vez más, el formato de esta industria nos hace pensar en una cadena de montaje. Implica una organización casi militar, es un preciso ejemplo de la división del trabajo, y exige una conjunción progresiva de recursos y esfuerzos. En la barraca de Benítez unos allegan la herramienta, otros ensamblan las líneas, y los goleadores se encargan del acabado final.

El comportamiento táctico del Valencia se corresponde con el axioma que tan brillantemente aplicó Arrigo Sacchi, el zapatero prodigioso, en el Milan de Baresi, Donadoni, Rijkaard, Gullit y Van Basten: todo gran equipo ha de construirse sobre una gran defensa.

Sin perder la referencia de su maestro italiano, Rafa ha depurado ese principio para dotar a su cuadrilla de los equilibrios que impone el fútbol de hoy. El resultado es, en efecto, demoledor: puede que al comienzo de su propio despliegue el equipo contrario consiga superar el perfil aleonado de Mista; puede que Pablito Aimar, Vicente y Rufete parezcan livianos en la balanza del juego, y puede que alguien logre desbordar a Baraja, el hombre que lleva una escalera de color en el apellido. Da igual, porque en eso llega Albelda y abre sus fauces de cocodrilo. Desde entonces la cancha se convierte en un camposanto: el suelo que pisan Curro Torres y Carboni es territorio comanche; Pellegrino, Marchena y Ayala tampoco hacen prisioneros, y si alguien o algo consigue escapar, ahí está Cañizares para atraparlo con sus zarpas de goma.

Luego, recuperada la pelota, el Valencia se lanza al frente, no como un dardo, sino como una excavadora. Es en ese momento cuando aparece su segunda identidad. Porque, armado con su piel áspera, su anchura basculante, su cadena tractora y su cucharón dentado, añade al factor mecánico un definitivo empuje animal.

Curtido por las soldaduras y las cicatrices, es decir, por sus dolorosos subcampeonatos de Europa, es en realidad una manada de un solo cuerpo. Su dibujo tiene los límites imprecisos que separan la zoología, la mecánica y el cálculo mercantil.

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