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Una aldea gala

Toda Hispania va siendo arrollada por las legiones zapatistas. ¿Toda?: no, al este, en torno a la heroica ciudad de Sagunto, una aldea resiste incólume los embates del enemigo. Esto es lo que le ha ocurrido a la Comunidad Valenciana, que en un solo día ha pasado de ser la avanzadilla de Vercingétorix a convertirse en un bastión defendido con la inestimable ayuda de la poción mágica del druida Panoramix. Como modelo épico no está mal: el problema es si ello conviene a los intereses de los ciudadanos valencianos o si ya va siendo hora -¡de una vez!- de que se haga política. Precisamente porque los últimos acontecimientos parecen privilegiar la astucia de Asterix sobre la fuerza bruta de Obelix, tantas veces esgrimida como razón última de nuestra especificidad, no estará de más reflexionar sobre lo que nos conviene.

Reflexionemos, por ejemplo, sobre la poción mágica. Hemos asistido estupefactos a una política de resistencia hidráulica que venía del norte y que se resumía en la palabra "sed", con toda la carga simbólica que la acompaña. Como allí se reveló muy efectiva para movilizar a los ciudadanos (ya desde los tiempos de aquel inefable don Hidrólitro), ahora suponemos que aquí va a ser lo mismo. Permítanme dudarlo. La cohesión del territorio valenciano no se ha articulado históricamente sobre este valor, sino sobre otros a los que casi siempre se maltrata, como pueden ser la lengua o la proyección mediterránea. ¿No sería mejor empezar por decir las cosas claras? Que necesitamos agua es evidente, pero que fundamentalmente no nos hace falta para regar unos campos que llevan muchos años baldíos por falta de brazos y de rentabilidad, sino para satisfacer necesidades de las poblaciones turísticas, lo sabemos todos. ¿No sería mejor hablar de eso y reivindicar lo defendible? Al fin y al cabo, lo que supondría un tremendo desastre para la economía española es que los apartamentos, los hoteles y (también) los campos de golf valencianos sufrieran restricciones con el consiguiente hundimiento de los precios y de la demanda. Reconocerlo es menos emocionante, pero más práctico.

O reflexionemos sobre las consecuencias de un enroque pertinaz. Nuestra aldea gala resistió heroicamente, pero lo cierto es que quedó fuera de la romanización y hoy Bretaña es una de las regiones más retrasadas de Francia. Sería pavoroso que a nosotros nos pasase lo mismo. Podría suceder que el AVE a la frontera llegase antes que el nuestro a Madrid. Y podría suceder que la autovía a Zaragoza siguiera durmiendo el sueño de los justos mientras otras infraestructuras menos justificadas por la economía alcanzasen prioridad política. Lo que necesitamos es que nuestros gobernantes pacten y trapicheen en beneficio de nuestros intereses, no que encabecen una resistencia saguntina, pero inútil.

O, lo más grave de todo, reflexionemos sobre lo que podría pasar si nos empeñamos en continuar la línea inmovilista de los últimos años. Está en el ánimo de la ciudadanía que las comunidades autónomas se están posicionando de cara a la reforma de los estatutos que se avecina. Lo hacen las del norte y las del sur, las del este y las del oeste, las que están gobernadas por el partido del gobierno (ex oposición) y las que gobierna el partido de la oposición (ex gobierno), así como, con más razón, las que van por libre. ¿Y nosotros? ¿Cómo quedaremos? La conversión de la Comunidad Valenciana en mascarón de proa del gobierno anterior tuvo, entre algunos efectos beneficiosos que no hay que negar, la consecuencia perversa de uncirnos a la ideología territorial de míster Niet y que se resumía en "aquí no se mueve ni una hoja". Malo sería que la Comunidad Valenciana quedase otra vez en el pelotón de los torpes.

Dicen que el defecto político tradicional de los valencianos ha sido el meninfotisme. Esto es cierto, pero lo que no se suele ver es que, como causa o como efecto del mismo, nunca lo sabremos, hay que contar con una característica de los valencianos que ejercen la política: el cainismo. Los políticos de aquí han sido históricamente incapaces de superar rencillas y enfrentamientos para ponerse de acuerdo en lo que interesa a todos, que es, en definitiva, lo que justifica su propia función social. En los viejos tiempos decimonónicos de Blasco Ibáñez, en los más recientes de la batalla de Valencia a finales de los setenta, y, a lo que parece, en la actualidad. ¿Pero cómo van a ponerse de acuerdo entre adversarios si en el seno de los propios partidos lo habitual es despedazarse, según hemos tenido ocasión de comprobar en el PSOE cuando perdió las elecciones, entre los nacionalistas de uno y otro signo cuando fueron perdiendo expectativas electorales y, ahora mismo, en el PP? Bueno, si les sobran energías y la primavera les altera la sangre, les sugiero que practiquen el boxeo o que jueguen al mus. Lo que no pueden es frustrar una vez más las esperanzas del pueblo valenciano. Porque tanta frustración histórica, de verdad, no nos la merecemos.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)

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