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Crítica:TEATRO | El rey se muere
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Memoria sin recuerdo

En el texto del rumano Ionesco hay resonancias, incluso más de una cita, de las vanguardias francesas del periodo de entreguerras, es decir, de su periodo de formación. En ese sentido, la obra es algo tardía, en relación con las aportaciones más tempranas del primer Sartre o del segundo Camus, sin olvidar la contundencia desnuda de Samuel Beckett o un cierto aroma surrealista, en la composición de las imágenes verbales, que suena un tanto a tufillo domesticado.

Una espléndida versión camusiana de Antonio Martínez Sarrión, bellísima y exacta en la sabia diseminación de los adjetivos, alumbra esta propuesta escénica de José Luis Gómez, donde el espíritu del cabaret alemán se enreda con los palos que el costumbrismo va metiendo entre los radios de sus ruedas, y donde el sueño de la razón calderoniana viene a ser el viejo topo de una historia sobre la vida como exilio de lo verdadero mediante el cual la agonía se convierte en una ceremonia de la celebración de lo ausente.

El rey se muere

De Eugène Ionesco, en versión de Antonio Martínez Sarrión, por Teatro de la Abadía. Intérpretes, Francesc Orella, Susi Sánchez, Elisabet Gelabert, José Luis Alcobendas, Inma Nieto, Jesús Barranco. Iluminación, José Manuel Guerra. Vestuario, Pepe Rubio. Escenografía, Elisa Sanz. Espacio Sonoro, Juan Manuel Artero. Espacio escénico y dirección, José Luis Gómez. Teatro Rialto. Valencia.

La composición escénica tiene más de un punto de contacto con la fría desesperación de algunos apuntes de Durero, aunque deriva con rapidez hacia un barroquismo disperso y deudor de muchas influencias, en general benéficas. Lo más importante, en la fugacidad obligada de una representación escénica, es señalar una solvencia de ambición y de imágenes muy bien resuelta, evocadora de muchos más mundos de los que la brevedad de la obra impone. Es más lo que suscita que lo que resuelve, como ocurre, por fortuna, con los enigmas matemáticos.

Francesc Orella es uno de esos actores de exhibición narcisa que aquí se busca los registros propios del desvalimiento infantil, en lo que está muy afortunado, incluso bajo el influjo de la canción más conocida de Frank Sinatra, y a su manera resuelve un papelón de caramelo donde la buscada infantilización del gesto se contrapone a un asombroso registro de voces vinculadas con la extrañeza ante su final anunciado. Hay que ser muy adulto, y muy actor, para conseguirlo. Siempre que se añada que el resto del reparto, salvo algunas discordancias, mantiene el tipo con la solvencia acostumbrada en los montajes de José Luis Gómez.

Pero no se engañen del todo. La obra trata, en realidad, de la inutilidad profunda del paso del tiempo para quienes lo sufren. Y del humor inteligente. Bajo la máscara de una producción tan bella como ésta.

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