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MI AVENTURA | EL VIAJERO HABITUAL

Etiopía y la maravilla de Lalibela

VIAJAR A ETIOPÍA, digámoslo desde el principio, es tan duro como satisfactorio. Tan incómodo como espectacular. Tan cansado como revelador. Hay pocos nombres que, pronunciados en voz alta, sugieran tantos a prioris y prejuicios como el de Etiopía. Por desgracia, la fórmula Etiopía igual a hambre se hace presente en la mente de muchos nada más escuchar el nombre de ese país.

Afortunadamente, la Etiopía de ahora mismo dista mucho de aquella de las hambrunas y la miseria extrema. No nada en la abundancia, es cierto, pero el color verde de los árboles y azul de las aguas queda prendido en la retina del viajero. Addis Abeba, la capital en la que los modernos edificios en construcción, el asfalto y el humo de los tubos de escape conviven en caótica armonía con los rebaños de cabras y los borricos que cruzan las calles tan campantes. Etiopía son los hamer, los karo y los mursi, gentes que en pleno siglo XXI viven igual que hace cien, mil años. Gentes nómadas que llevan encima lo muy poco que necesitan para vivir.

Etiopía es también Lalibela, donde se encuentran las famosas iglesias excavadas en piedra, oficiosamente consideradas como la octava maravilla del mundo. Todo el que las contempla no puede sino estar de acuerdo con ello. Son impresionantes. Impresionantes en el sentido más literal y exacto del término. Por sorprendentes, por espectaculares, por anonadantes. Por imposibles. Etiopía es el Nechisar, el parque de la Hierba Blanca, una inmensa planicie en la que cientos de cebras y gacelas transportan al viajero al interior de esa África soñada y anhelada por todos los que, siendo niños, nos sentimos intrépidos exploradores una tarde de sábado después de ver en la televisión una película de Tarzán o de leer las aventuras de Allan Quatermain en busca de las minas del rey Salomón.

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