Goethe, los monasterios y el movimiento
Llevo unos días con una frase metida en la cabeza, más por la melodía que por la propia frase. Procede de Zuleika, un poema amoroso de Goethe, al que Schubert puso música. Cuando esto sucede, un poema se transforma súbitamente en otra cosa, en un lied; es el primer verso de este lied lo que no consigo quitarme de la cabeza. Y sin embargo se trata, más en el contexto de un poema amoroso, de una pregunta casi de tipo académico: Was bedeutet die Bewegung? ¿Qué significa el movimiento? Si recito el verso en voz alta, la pregunta se torna retórica y romántica, en realidad se convierte un poco en su propia respuesta; el movimiento, aquí representado como una suave brisa, será entonces aquello que va y viene entre dos personas. Si leo la frase tal cual está escrita, la pregunta requiere la elaboración de un protocolo, una respuesta argumentada: ¿qué significa en realidad la idea de movimiento? Siento entonces la misma sensación de desespero que me acomete cuando, en la enésima entrevista, alguien me pregunta: ¿por qué viaja usted tanto? Este tipo de preguntas contienen siempre un elemento acusatorio, como si la stabilitas loci -esa antigua ley que impide a los monjes trapenses y cartujos abandonar sus monasterios una vez tomados los hábitos- constituyera la norma humana habitual, y su contrario, el movimiento como principio, una desviación perversa de esta férrea regla. Quien mejor ha sabido formular este punto de vista en toda su inexorabilidad fue Pascal al proclamar que las desgracias de la humanidad proceden del hecho de que la gente no es capaz de permanecer veinticuatro horas seguidas encerrada en su habitación.
El viajero puede vivir en su propio monasterio, con las reglas que se ha dictado a sí mismo. Y sus pensamientos en soledad, según el autor, pueden ser una forma de meditación
La primera vez que no fui capaz de permanecer encerrado en mi habitación, yo aún no conocía esta reflexión de Pascal; lo que sí tenía muy claro era que quería salir, sobre todo porque en mi caso no se trataba de una habitación sino de una celda, una celda de monje para ser precisos, porque con la feliz seguridad de las personas que no se conocen a sí mismas, o no lo suficiente, yo me había empeñado en ingresar en un monasterio de trapenses. Los trapenses llevan una vida, en cierto sentido, extremista. Aunque, probablemente, ellos no lo vean así. Una vez tomado el hábito, los monjes no podían volver a salir del monasterio; no les estaba permitido hablar, para la comunicación absolutamente indispensable existía una especie de lenguaje de sordomudos. Se levantaban antes del alba, vivían de la elaboración de queso y de cerveza, y habitaban en un mundo cíclico determinado por las estaciones y por las fechas importantes, anualmente repetidas, del calendario litúrgico; un mundo silencioso y estático que se desplazaba por el tiempo en grandes círculos, siempre de igual manera, sin que los monjes tuvieran que traspasar jamás los muros del monasterio. A mí todo ello me fascinaba; ese elemento de inmovilidad y de eterna repetición me sugería algo heroico.
En el monasterio donde vi todo esto por primera vez, el Achelse Kluis, sito en la frontera entre Holanda y Bélgica, los invitados no se sentaban en la iglesia, sino en una especie de balcón que había en un piso superior, de modo que podían ver desde la altura a las figuras en blanco y negro en los bancos del coro de abajo, unas figuras que se lanzaban las unas a las otras las frases en latín de los salmos o que pasaban largos ratos inmóviles meditando de rodillas. Kluis, ermita, la propia palabra me tendría que haber puesto sobre aviso. En neerlandés es una palabra monosílaba, una palabra como un cepo. Deriva obviamente de claustrum, pero, al reducirse a una sola sílaba, parece como si la palabra en sí estuviera enclaustrada. Cuando le comuniqué al abad mi deseo de ingresar en la orden, éste me atravesó de inmediato con su mirada y debió de ver en mí locuacidad e inquietud, lo opuesto al silencio y la inmovilidad, por no hablar de castidad y de ayuno. Pero el hombre disimuló, me entregó un cuaderno, un lápiz, la vida latina de Abelardo y un diccionario, y me asignó la celda que yo abandonaría poco tiempo después, no sin antes haber aprendido algo fundamental acerca de mí mismo. Antes de llegar a este punto sucedió algo más. El monje encargado de atender a los invitados, a quien por tanto sí le estaba permitido hablar, en un momento en que nadie nos podía ver, me pidió un cigarrillo. Yo sabía que lo tenía estrictamente prohibido y gocé de la secreta complicidad que en aquel instante surgió entre nosotros. Sabía que ese hombre había sido un héroe de guerra, que con regularidad había ayudado a cruzar la frontera a pilotos ingleses y americanos, y él me habló con nostalgia de aquellos días en que se movía en libertad, en que la antigua ley había quedado suspendida durante un breve espacio de tiempo.
No sé si fue este incidente lo que motivó mi retirada antiheroica; lo que sí sé es que, en la gran movilidad que caracteriza mi vida, siempre regreso a los lugares de la inmovilidad, para cambiar temporalmente -aunque sea por muy poco tiempo- mi camino en zigzag y el desvío como principio por esa otra forma tan distinta de existencia. No importa en qué momento penetras en un lugar de éstos -en un monasterio Zen a las afueras de Kioto, en el Aula Dei de los cartujos de España, en Orval o Cluny de los benedictinos o de nuevo en el Achelse Kluis de los trapenses-, lo cierto es que la agitación del mundo en movimiento te abandona y te acoge el lento engranaje de un reloj absorto en sí mismo. No creo que exista un lugar mejor para reflexionar acerca de aquella frase con la que empieza el poema de Goethe: "¿Qué significa el movimiento?".
En mi libro Hotel Nómada cito
al filósofo árabe Ibn Arabi (1165-1240), quien afirma que el origen de todo es el movimiento. Es evidente que esta idea me ha proporcionado la legitimación entusiasta de mi peregrina existencia. No sé si merezco el título honorífico de "nómada", pero sí es seguro que en mi vida hay una clara tendencia nómada. Pero ¿existe realmente una diferencia esencial entre el monje y el viajero? Tal vez el viajero vive en su propio monasterio y pertenece a una orden individual cuyas reglas ha dictado él mismo. Su aparente caos obedece a las leyes de llegada y partida; aquello que él piensa, en una habitación de hotel o en un avión lleno durante un vuelo de doce horas, se llama meditación si tiene lugar en una celda de monasterio; quien viaja solo pasa más horas en silencio que muchos monjes, y, con todo su movimiento, vive, al igual que los monjes en sus celdas, en el monasterio infinito del universo, ese gigantesco reloj que, como la vida en los monasterios de los hombres, sigue su curso eterno.
En cierta ocasión, un amigo mío pintor -encargado de diseñar la cubierta de la edición holandesa de uno de mis libros de viajes que yo había titulado El Mundo, un Viajero- hizo un dibujo del globo terráqueo en un espacio vacío, acompañado de una luna saliente en forma de maleta. El libro contenía historias sobre América, Birmania, Japón, Viena, Múnich y el Expreso de Oriente. En el globo terráqueo las carreteras no eran visibles, pero yo sabía que, de cerrar los ojos, vería un laberinto como una telaraña, la red de rutas marítimas, raíles de tren, líneas aéreas, carreteras y caminos que recubren el mundo y que, para el viajero, ejerce la misma función que los breviarios para el monje en su monasterio.
Mi salida de aquel primer monasterio, a mis diecisiete o dieciocho años, debió de constituir mi ingreso en la orden de los viajeros. Partir, salir a la carretera, de repente todo pareció adquirir un significado distinto. ¿Acaso no había pensado nunca antes en carreteras? Al poco tiempo de abandonar el Achelse Kluis, me apeé del tren en Breda y me dirigí a pie a la salida de la ciudad donde me puse a hacer autostop con la mano en alto. La carretera a Amberes. La amplia autopista de hormigón aún no existía. Para llegar a París había que hacer autostop vía Bapaume. En mi recuerdo las carreteras de aquellos días eran todas de asfalto flanqueadas de árboles; y cruzando las poblaciones más pequeñas había todavía calles con empedrado de adoquines o cantos rodados. La lentitud era inherente a esta clase de piedras; ahora sé que mis primeras lecciones europeas fueron lecciones lentas. Curiosamente, de una manera que ya nunca podrá ser explicada del todo, estos caminos eran una prolongación del latín de Cicerón y Tácito y del griego de la Odisea que en los seminarios de los monasterios en que me eduqué me obligaron (así creía entonces) o me permitieron (así lo veo ahora) aprender. Junto con el francés rudimentario, el inglés y el alemán, estos caminos con sus piedras atávicas -tanto como las descripciones de Tácito y los versos de Homero y la conquista del subjuntivo francés, los verbos irregulares alemanes y la negación inglesa del principio masculino y femenino- fueron para mí la iniciación en la conciencia europea, que ahora, más de cincuenta años después, considero como mi estado natural. Francia, Italia, Hungría, Holanda, España, todos estos países no son sino barrios de la gran ciudad europea en la que vivo, con los paisajes de la Toscana o del Peloponeso, de Aragón y de Groninga, de la Provenza o de los Highland escoceses como jardines en los que respirar. Otros tiempos corrían por aquel entonces. Los camiones aún se detenían para ti, comías en compañía de los conductores en los routiers, te sentabas en las altas cabinas desde las que podías contemplar la carretera y el mundo, como un principito.
Cientos, miles de carreteras
han seguido a aquella primera en mi breviario; este año mismo he circulado por las duras carreteras de la India a mi regreso de Rajasthan camino de Nueva Delhi, y un mes después bordeé toda la costa del Pacífico desde Los Ángeles hasta Vancouver, y de vuelta hacia el sur vía el Okanagan Valley canadiense, Spokane, Walla Walla y el Great Sandy Desert, la carretera como una flecha infinita orientada hacia una lejanía siempre en retirada, parte de la gran red de carreteras en que está atrapado el mundo. Lo que produce extrañeza es la ausencia de carreteras; recuerdo la sensación que experimenté cuando en Vancouver me puse a mirar un mapa de British Columbia: unas cien millas más allá la 101 deja de existir, pero ¿cómo es posible? ¿No hay más carreteras? En la parte superior, unas manchas grises representan montañas. ¿Nadie llega nunca a este lugar? Y sin embargo observo que hay poblaciones: Big Bay, Blind Channel, Philips Arm, Sinoom Sound. La esencia de las carreteras no se comprende hasta que te enfrentas a su ausencia; un conjuro de la atracción del vacío. Alguien llegará, alguien cambiará este mapa metro a metro, librará a estas poblaciones con sus nombres alegóricos de su dependencia de barcos y helicópteros, las enlazará en el gigantesco juego de la oca que conduce vía México y Centroamérica, con una tentadora cantidad de posibles desvíos, hacia la Tierra del Fuego. Quien sea sensible a ello conoce la sensación de mareo que los mapas pueden causar, la posibilidad de ir de Calais a Vladivostok desviándote por Narvik, por Flensburg, por Melitopol o por Erzurum, con la seguridad de encontrarse con todo lo que hace de un viaje un viaje, el contratiempo como apoteosis del movimiento, la carretera en obras que expone sus tristes entrañas, la destructiva exhibición de poder de bulldozers y apisonadoras, la carretera que aún no existe, una idea en la cabeza de los ingenieros, una quimera provisional en el ojo del agrimensor, una pista cavada en la arena junto al rastro de la antigua carretera inutilizable, con su aspecto de pantalones vaqueros cien veces remendados, que ya nunca volverá a ser transitada. Pero también la carretera que huele todavía a la presuntuosa mesa de dibujo, que serpentea voluptuosa a través de un paisaje lleno de fluidas formas femeninas o que se disfraza de puente que cruza un precipicio o de paso de montaña como único elemento que mantiene el mundo en equilibrio entre las subidas y bajadas; la carretera como castigo, el rudo trozo de asfalto con estrías en el desierto, la arrogante autopista que de repente tiene que continuar de rodillas, o la ruta milenaria tallada en las montañas que al principio no fue sino de huellas de pies y herraduras, y mucho más tarde de ruedas; la carretera que ha escrito una historia de conquista y repliegue, de asedio y derrota, que se llamaba el heirbaan y que ha visto pasar las cohortes y más tarde todos esos otros ejércitos para los que no hubo vuelta atrás, porque la lejanía se los tragó para siempre.
Una vez, hace mucho tiempo, decidí cambiar la celda de un monasterio por las carreteras del mundo. Y no es hasta ahora, después de tantos periplos, que sé que, para quien busque lo mismo, la oposición entre movimiento y quietud es una quimera y que, para descubrirlo, he necesitado todo ese movimiento.
Traducción de Isabel-Clara Lorda Vidal.
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