Fragmentos políticos sobre la muerte
1Es fácil percibir la intensidad de la agitación que se produce en el momento en que se juega al mortal juego de la destrucción y la creación violentas. La incierta y notable gravitación que se percibe no gira en torno a un solo punto, sino que se dispersa como en círculo de fuego, imponiendo el destino adelantado, nadie sabe desde qué poder. Extraña legitimidad usurpada. Frente a la vida, la sentencia sumaria: "Tú eres tragedia". Para los hombres del sacrificio es necesario que exista la muerte. La víctima debe morir.
2En el derecho arcaico se llamaba homo sacer a aquel hombre dotado del privilegio de poder matar sin cometer homicidio y, por lo tanto, sin ser sometido a muerte según las formas prescritas por el rito. Giorgio Agamben ha identificado en esta figura la clave para una relectura de nuestra tradición política. De Aristóteles a Auschwitz, del Habeas corpus a la Declaración de los Derechos Humanos, se suceden aquellos momentos en los que la vida y el poder se han encontrado dramáticamente. Cuando, en efecto, la vida pasa a ser la puesta en juego de la política y ésta se transforma en biopolítica, todas las categorías fundamentales de nuestra reflexión, desde los derechos humanos a la democracia, ciudadanía o soberanía popular, entran en un proceso de vaciamiento y dislocación, cuyo resultado está hoy ante nuestros ojos.
Por qué tanto interés por los detalles aun sabiendo que no producen más que dolor
3Difícil pensar la historia humana sin introducir como principio interpretativo la acción de lo que Walter Benjamin ha llamado "carácter destructivo". El carácter destructivo sólo conoce una consigna: hacer sitio; sólo una actividad: despejar. Simplificando el mundo a la escala de sus intereses, entra en escena con la voluntad de dominio que Nietzsche profetizara. A veces se ampara en una extraña conciencia del hombre histórico, cuyo sentimiento fundamental es una desconfianza invencible respecto al curso de las cosas. Frente a tal sentimiento, se afirma como principio de seguridad futura. El silencio acompaña sus actos.
4Todas las filosofías juntas han sido incapaces de estigmatizar el miedo a la muerte. Se impone como destino inexorable. Pero son distintos el tiempo de la vida y el de la muerte. Y aquella muerte que se impone representa la violación más alta del derecho. Kafka relata aquella forma de culpa que acompaña al silencio frente a este dolor. Y Ferdinand Bordewijk, en Blokken, creará la escena de todos los silencios. Contra ellos, de Bataille a Blanchot o Hannah Arendt, crecerá la larga imprecación contra el silencio. Para unos y otros la razón del pensamiento es hacer frente al destino.
5 Contra el silencio, el espasmo contagioso del horror. Figura y desfigura. Nace del gesto violento de la carne, refugio último frente a la muerte. El sufrimiento no es la más humana de las experiencias, como pudo pensar Dostoievski, ni la más animal, en una especie de límite en el que la vida coincide. Es la conciencia de un tiempo último, sin regreso, la que precipita el grito del dolor incomparable. Grünewald lo expresó para siempre en la Cabeza de hombre del Louvre. Calvo, en el estertor de su voz última, suspendida aquí por la lengua estupefacta que desborda su rostro. Fascinación y abyección, éxtasis y silencio, el dolor no tiene sujeto ni objeto. Picasso trasladará en 1903 el mismo estupor al rostro de una mujer ante la muerte.
6Pero hay otras representaciones que nos acercan la muerte bajo la forma secreta de su silencio. Y son diversos los rituales que recrean el juego que las inscribe en nuestro saber. Apenas una invisible línea señala la inapreciable distancia que articula su quiasmo: "Imágenes de la muerte, muerte del hombre", lugar de una coma o de un espacio en blanco, sudario éste, y lugar de una diferencia entre la muerte representada y esta otra muerte que es, posiblemente, el final de toda imagen, al abolir sus rasgos, desleer sus colores, borrar sus formas. Aquí todo señala el instante justo de la desaparición.
7 Ninguna representación de la muerte podrá acercarse nunca a la del Cristo de Holbein. Su extrema rigidez, el estertor, la piel ya amarillenta, el despojamiento que sólo la imaginería alemana supo dar a la muerte. Por qué esa mano indicando el lugar, gesto absoluto de lo irreparable, cadáver y destino. Ahí el tiempo queda anulado en el cero temporal que es el instante único. Sólo el relato podrá superar el silencio. Pero qué difícil resistirse a la tentación del alegorismo.
8Por qué tanta evidencia, tanto interés por los detalles aun sabiendo que, marcados, no producen otro efecto que un gran dolor. Extraña intención la del Mantegna, poseído por la necesidad de consignarnos el sumario de la muerte. Sólo encontramos sus despojos. Esta poética de la evidencia que tan bien presagia nuestro destino de modernos. Quizá en ello se basaba la pasión que Giacometti profesaba por su obra.
9Osario de signos. Marcas/heridas de lo inexorable. Quedan los gestos mudos, suspendidos, relato de lo sido. Ausente el deseo, el tiempo discurre ciego, hecho aquí sombra que abraza y perturba como un extraño saber de lo imposible. Si así fuera, sólo la muerte podría soñar la verdad.
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