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París | CRÓNICA INTERNACIONAL
Columna
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Moda y poder

EL 5 DE MARZO de 1779, Louis XVI y su esposa, la reina Marie-Antoinette, se dirigen hacia la catedral de Notre-Dame al frente de un cortejo de 28 carrozas. Al pasar por la calle de Saint-Honoré la reina saluda con la mano a una mujer que, desde el balcón, asiste al despliegue móvil de lujo aristocrático. Esa mujer inclina la cabeza y dobla una rodilla, pero inmediatamente, con un gesto, el rey le pide que se incorpore y empieza a aplaudir, un aplauso al que se sumó toda la corte.

¿Quién era esa mujer capaz de suscitar el aplauso callejero de un monarca aún absoluto? Decir que se trata de Rose Bertin puede que no signifique nada para el lector español, pero si añadimos al nombre y apellido el sobriquete de "ministra de la moda" y precisamos que Rose Bertin supone la metamorfosis de la costurera en estilista o del artesano en artista, entonces quizá se comprenda el significado del aplauso real.

Rose Bertin (1747-1813), que en realidad se llamaba Marie-Jeanne, es la gran protagonista del libro Rose Bertin, obra de la historiadora Michelle Sapori que se interesa tanto por la peripecia personal de esta humilde hija de gendarme como por el imperio económico y transnacional que ella logró montar antes de la Revolución de 1789 así como al papel social que adquirió la moda durante sus años de gloria. El volumen, de 318 páginas y otras 73 de ilustraciones, puede verse tanto como una biografía como un estudio sociológico o una monografía de carácter económico.

El material a partir del cual ha trabajado Sapori es diverso: pinturas de época, textos de memorialistas, correspondencia entre aristócratas y, sobre todo, las facturas de mademoiselle Bertin, su Debe y Haber. Eso nos permite tanto saber a cuánto facturaba sus trabajos desde su tienda Au Grand Mogol como que madame D'Hautefort le debía en 1789 trajes que habían sido confeccionados en 1783. La Revolución la dejó con impagados por valor de 1.500.000 francos en Francia y 300.000 en Rusia. Para Sapori está claro que "los aristócratas se hacían mantener por los comerciantes como si de una obligación se tratase. Probablemente, en el fondo del alma de esos cortesanos sobrevivía la idea de que los comerciantes, como los campesinos respecto a su señor feudal, tenían que financiarles".

Pero que la nobleza tuviera como costumbre pagar tarde y mal o que mademoiselle Bertin reclamase cantidades astronómicas no es una novedad. Sí lo es que Bertin vendiese sus creaciones a clientas como la reina Sophie-Madelaine de Suecia, la reina María Luisa de España, la reina de Bohemia, las princesas o duquesas reinantes en el Palatinado o en Wurtemberg, que el príncipe de Lichtenstein fuese tan cliente como los embajadores de Polonia, Rusia, Gran Bretaña o Nápoles, que encargaban en Au Grand Mogol trajes con la seguridad de un sistema de transporte garantizado -personal- pero costoso.

Pero la mayor novedad de las facturas de Rose Bertin es que son globales, integradas, modernas. Las costureras, los antiguos artesanos agrupados en gremios, facturaban metros de tela, de hilo de oro, número de piedras preciosas, de encaje de tal o cual categoría, desglosaban en mil partidas esa ropa destinada a convertirse en símbolo de poder. Rose Bertin estima que ella puede fijar un precio global, en el que la creatividad es un plus de valor añadido que borra cualquier consideración sobre el coste de los materiales. Ella es una artista, una estilista y no alguien que se limita a ensamblar con hilo y aguja los elementos diversos de una indumentaria.

Como co-inventora del "comercio de las apariencias", Bertin logra también que la reina deje de vestirse de acuerdo con sus damas de compañía. Marie-Antoinette se encerraba a solas con ella para "discutir los decretos supremos pero cambiantes del capricho y el gusto". Ese lenguaje del poder es el empleado por los almanaques de moda de la época, que también afirmaban que Bertin y la reina "se reunían en consejo". A partir de 1770, la moda se acelera, entra en la esfera de lo que los sociólogos llaman "el sistema económico de los bienes simbólicos", la frivolidad se convierte en necesidad para quienes pretenden mantener un rango y hacer brillar su apellido: por ejemplo, conocer con antelación el peinado de la reina para el día siguiente era asegurarse el poder aparecer como idéntica y sumisa a ella al tiempo que favorita respecto a las demás. Años, siglos más tarde, esa mecánica, más o menos democratizada, se ha hecho extensiva a medio mundo, pero en 1789 a Marie-Antoinette le costó la cabeza y a Rose Bertin el exilio y el negocio.

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