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Columna
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Pasión en Vista Alegre

Vista Alegre era el sábado un templo, altar de la celebración en honor de un dios menor. Estaba el PP en tiempo cuaresmal, de penitencia, para confesar las faltas, proponerse la enmienda y recibir el perdón. Pero faltaban pecados que confesar o culpas. Nadie imaginaba a un Aznar penitente: "¿Yo, pecador? El pecador será usted". ¿Ni mentirijillas, hijo mío? "Los que mienten son los otros. Y lo saben". Así que aquel posible acto penitencial se convirtió en un acto de desagravio, ritual de reparación a una víctima de la calumnia. El mundo entero estaba en eso, la prensa internacional era la turba que lanzaba infamias de sospechas de mentiras sobre el maestro dolorido y orgulloso. Tienen los rotativos internacionales, las cancillerías europeas y algunos perversos medios locales muy distinta noción de la verdad que el dios que los ha pillado en el intento de sacrificarlo. Jesús Cardenal debería llevarlos a todos a los tribunales. Pero la víctima ya había pasado su calvario y ahora ascendía a los cielos dando botes y no sin esfuerzos. Vista Alegre fue el sábado el monte Tabor o el inicio de un camino hacia la resurrección gloriosa de Aznar López. Aunque no una resurrección, propiamente dicha, porque eso supondría admitir que el mesías se habría dejado crucificar. Y él sólo se dejaría crucificar por tener a su lado al buen y al mal ladrón para destacarse entre ellos como el estupendo. Para elegir al bueno, ladrón al fin y al cabo, pudo pedir una lista a los tribunales con fieles suyos que pecaron o siguen haciéndolo, pero como no miró a Castellón ni a la zona franca de Cádiz, proclamó que no deja corrupción y al que le lleve la contraria ahora le dirá que miente y lo sabe. Para elegir al mal ladrón, no le hacía falta ni que fuera ladrón, un socialista le bastaba.

En cualquier caso, no pasó el maestro como Cristo por Getsemaní. No lo proclamó Bush un valiente para que tuviera que medirse con Cristo en su debilidad. Así que ni siquiera llegó a suplicar: "Padre, si es posible que pase de mí este cáliz". Al contrario, pediría en todo caso que le echaran cálices a él. El pecador era ese pueblo que a la petición de Pilatos en las urnas para que eligiera entre Aznar y Barrabás optó el día 14 por Barrabás. La culpa, pues, no le afectaba y sí la ofensa recibida. Muchos de los presentes en Vista Alegre pudieron cantar en honor de su dios el motete que entonaban de pequeños y que aún se oye en los Via Crucis: "Perdona a tu pueblo, Señor ; perdona a tu pueblo, perdónale, Señor". A ese pueblo pecador era al que Aznar tenía que perdonar el sábado. Y no precisamente haciéndose el simpático: el rostro de dios no siempre es benevolente y él prefiere verse en el rostro del dios justiciero. Por eso el canto de penitencia, tan propio para esta ocasión, añadía: "No estés eternamente enojado, perdónale, Señor".

Aznar se enoja eternamente como los dioses. Al contrario que Jacque Chirac, por ejemplo, "un jefe de Estado muy simpático que tiene mucha experiencia", había reconocido en Le Monde un Aznar compasivo. Pero entonces nos advirtió, con ingenio, que no nos fiemos de los dioses simpáticos: "No hay nada peor que un líder simpático que no sea un buen dirigente". Y sí hay algo peor, y que el señor (Aznar) nos perdone: un líder antipático. La simpatía, sin embargo, debe de ser para el maestro cosa del Nuevo Testamento y él prefiere las espadas flamígeras del Viejo; puede que tome el Nuevo por un texto para progres trasnochados y beatas cándidas. Pero si en la confesión interna o maitines de su partido los populares habían estado lejos de la contricción y eligieron a la misma encarnación de sus pecados, Zaplana y Acebes, fue para demostrar que no sólo no había arrepentimiento, sino que cada vez se alejaban más del evangelista san Juan: "La verdad os hará libres". No les preocupaba otra cosa que seguir al lado de su salvador y en su mismo espíritu del pasado, de modo que aquella última cena al mediodía de Vista Alegre era una especie de entrada triunfal en Jerusalén, aunque estuvieran saliendo de Jerusalén, porque donde unos vemos que salen, ellos consideran que entran. No subió a los cielos, sin embargo, sin dejar a los suyos más de siete palabras, aunque a Cristo en la cruz le bastara con siete.

Ninguna de ellas fue la palabra perdón y menos arrepentimiento. Nombró, eso sí, el rencor. Para negar expresamente que dejara rencor. Y no entiende uno por qué nos explicó que no nos dejaba algo tan, tan horroroso que jamás hubiéramos sospechado que él, tan magnánimo, pudiera dejarnos.

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