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FUERA DE CASA
Columna
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La música callada

Madrid es la capital mundial del toreo. Cuando se torea en Madrid no hay música. Los pasodobles que suenan en sus plazas lo hacen únicamente cuando no se está un hombre jugando su vida en el ruedo. La mejor música del toreo -lo decía Bergamín- es la música callada. Algunas veces, pocas, ese silencio llena la plaza, y la fiesta se convierte en algo tan espiritual, tan místico, como un poema de san Juan de la Cruz. Música callada hubo en Madrid el miércoles de funeral. La ciudad volvió a ser capital del dolor. Silencioso recuerdo de demasiadas muertes. Dolor civil, funeral ciudadano, que no sólo estaba en el recinto lleno de mandatarios en la catedral católica. Liturgia silenciosa que recorrió los barrios populares, y los otros, de la ciudad que sabe llorar y recordar a sus muertos sean de la religión que sean, o de ninguna.

También tuvo la semana otras músicas, otros ámbitos. El pasodoble castizo, el organillo, apenas suena ya en uno de los barrios más populares de la ciudad, Lavapiés. En el barrio de referencia del Madrid contemporáneo, Lavapiés, desde hace unos años suenan músicas que nada tienen que ver con los pasodobles. Las ricas músicas del mundo pobre han convertido al barrio, que fue judío, moro y cristiano, en una metáfora del mestizaje. Músicas de Tánger, tambores de Níger, melodías orientales, rock radical, canciones de Sabina o algún viejo chotis se mezclan por esas calles que son mucho más que el lugar de residencia de unos fanáticos de la muerte. El barrio necesita otra música muy diferente a los clarines del miedo, del olvido o del hacinamiento. El alcalde Ruiz-Gallardón, tan cercano de la gran música, sabe que también fue el barrio de Bocherini, con su casa hoy tan ruinosa, una metáfora de ese barrio que necesita arreglos que van más allá de la música. Lavapiés, que tiene de vecinos musicales a Luis de Pablos, Pablo Milanés, la familia de los Ketama, Joaquín Sabina, Llorenç Barber, Joaquín Cortés y una larga lista de nuestras músicas populares o vanguardistas.

Ese lugar que está al sur de la plaza de Tirso de Molina, mucho tiempo llamada del Progreso; por eso se decía aquello "de Progreso p'abajo, cada cual vive de su trabajo". Hoy, en el sur de Progreso, desgraciadamente, al trabajo lo llaman manta. También se llama basura, explotación, sin papeles, precario, paro, trapicheo y cambalache. Así es nuestro siglo XXI, el que quiera verlo que se dé un paseo por ese lugar que tanto sale en televisión por ser la residencia de unos fanáticos que pusieron la peor música que ha conocido la historia de esta ciudad. Lavapiés es la metáfora de lo que nos pasa. De lo que no debemos permitir que siga pasando. La ciudad quiere otras músicas.

Músicas, por ejemplo, como las que están a punto de desaparecer de otro lugar central de la ciudad que se transforma, Los Gabrieles. Es el mejor símbolo de una ciudad metida en juergas, la quintaesencia del espíritu del colmado. Lugar fundamental de un barrio popular donde vivieron los escritores, artistas, toreros o bohemios que querían apurar las noches de una ciudad desenfadada. Los Gabrieles, que todavía conserva los reservados que vieron muchas noches poco místicas de Manolete -noches de cocaína y morenas de verdes lunas-, que escuchó cantar a Caracol, bailar a Pastora, desmadrarse al dictador Primo de Rivera -amante del jerez y las chicas sicalípticas-, beber a Gutiérrez Solana o hacer toreo de salón a Belmonte; ese lugar de juergas y vida, con unos azulejos que son una obra de arte popular, cerrará si el tiempo y la autoridad no lo impiden. La especulación tiene razones que ni la razón ni el espíritu de la ciudad entienden.

También por ese colmado, de vez en cuando, se veía a los Dominguín. Una saga fundamental en la historia de nuestra tauromaquia y otras artes. Por ese colmado, o alguno de los cercanos, se encontraron una vez al dramaturgo y premio Nobel Jacinto Benavente. Luis Miguel le preguntó si le gustaban los toros; el escritor, con tranquila sinceridad, contestó: "Me gustan más los toreros". Luis Miguel fue una estrella más allá de un excelente torero. Un seductor. Con apenas 15 años, sus hermanos vendieron su virgo a una señorita de alta sociedad bogotana. Años después, el adolescente que vendió su virgo ya era capaz de poner los cuernos a Frank Sinatra o de inaugurar la renovación de la prostibularia calle de la Ballesta -no precisamente para comer la excelente comida casera del restaurante Casa Perico, que todavía nos regala placeres desde sus comedores en esa calle de tantas infecciones- en compañía del marqués de Villaverde, y tocando el piano, en uno de aquellos garitos, estaba Julio Alejandro, antes de tropezarse con Julio Iglesias. Amigo de Franco y de Picasso, comunista por fraterno y franquista por extravagancia. Propietario de una plaza de toros que también es noticia, Vista Alegre. No sólo por el libro de memorias de un ilustre chico de Carabanchel, Juan Luis Cano, que nos recuerda historias de ese barrio, de esa plaza de toros también llamada La Chata, la misma que viera la música callada de una tarde para la gloria de Rafael de Paula, de otra de Antoñete y su toro blanco, y de otros grandes o pequeños del toreo. También allí conoció su efímera y televisada fama Blas Romero, Platanito; hoy nos vende lotería. Se merece otra oportunidad.

La misma plaza donde los secuestradores del toro de Osborne -¡que no es suyo, que lo devuelvan!; además, hay quien asegura que es un diseño del rojo Alberti, cuidadín-, los niños de las banderitas y las gaviotas, en compañía de otros castizos del pasado efímero, rompen la música callada del toreo con sus gritos contra un pueblo que ha sabido votar más allá de las marchas militares. Lo siento, me pasa como a muchos progres de la canción protesta, como a Paco Ibáñez o a Georges Brassens, el ácrata de nuestros altares, que la música militar nunca me hizo levantar. ¿Será culpa de mis restos izquierdistas de Atapuerca?

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