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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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Las adversidades previsibles

Pedir cuentas

¿Cómo no estar de acuerdo con el Felipe González que exigía a José María Aznar la obligación de permanecer para rendir cuentas de lo que había hecho? González sabía que no se puede hacer de comparsa en la farsa de Irak sin atenerse a las consecuencias, y Aznar ignora que su responsabilidad no puede hacer mutis por el foro cuando vienen tan mal dadas. La tragedia de este recio ex presidente de opereta es que inaugura su último mandato provisto de todos los rayos y truenos de este mundo, incluyendo el habano tabernario con Bush bis, y que lo concluye más enfadado que nunca y con la tragedia de la masacre de Madrid sobre sus espaldas, si no sobre su conciencia. Nadie gemirá nunca bastante en relación con la masacre madrileña, pero tampoco nadie debe desistir de la exigencia de pedir cuentas a quienes nos metieron alegremente en una guerra sin justificación posible. Que se queden, como sea, y que afronten en su día el dictamen de los tribunales.

El listillo local

Al gran analista político y próspero experto en territorio y vivienda, Rafael Blasco, le ocurrió con su pronóstico electoral lo que al quinielista frustrado: no acertó ni una. O más bien lo hizo, pero al revés. No está nada mal que augurase a su partido un 44 % de los votos y a los socialistas un 36%, clavando un resultado que los votantes se han ocupado de invertir. Y no se diga que el atroz atentado en Madrid era una variable tan imprevisible como decisiva, ya que este mago fingido de la estadística argumentaba muy finamente las razones de su preferencia. Es posible que sin la desinformación interesada sobre esa carnicería el resultado hubiera sido otro, pero lo que este listo pasaba por alto en sus apasionadas conjeturas era que tal vez muchos millones de personas estaban hasta el gorro de ver las jetas fúnebres de Aznar, Acebes y Zaplana abriendo, cual horrísona visión, cualquier edición del telediario.

Qué felicidad

El eslogan más afortunado de la victoria socialista es el que se coreó a las puertas de la sede socialista madrileña. En efecto, qué felicidad vivir sin Aznar. Y es exacto en más de un sentido. Más allá de la declaración de intenciones que recorre cualquier campaña electoral, sólo la miopía de los populacheros ha podido incurrir en la estupidez de satanizar a un tipo tan atractivo y de mirada tan limpia como Rodríguez Zapatero, de manera que buena parte del electorado, sobre todo del más virgen todavía en esos menesteres, pensaría sin duda a santo de qué venía el empeño en descalificar (bien como proetarra, bien como incompetente) a persona de ademanes tan educados, argumentos tan razonados, simpatía natural del que nunca sonríe por consigna. Quizás carezca de importancia, o tal vez no. Pero no parece indiferente que Zapatero desprendiera un aire de persona tranquila y feliz, alguien con quien se podía tomar un café sin temor a que te montara una bronca.

Disculpas

Es ingenuo suponer que intelectuales y escritores de probada honradez y enorme valentía como Savater, Muñoz Molina o Marías se excusen por su precipitación al adjudicar autorías a la masacre en Madrid, aunque a alguno de ellos le vendría bien distinguir entre Madrid ciudad y Madrid como sede ideológica de la intransigencia nacionalista del españolismo. Pero convendría sugerirles que desdeñen la tentación de oponerse con su habitual brillantez a los más que probables propósitos conciliadores del nuevo equipo de gobierno, que a buen seguro asumirá entre las medidas de extrema urgencia la de mitigar la crispación con el nacionalismo vasco o catalán de estricta obediencia democrática. Como hemos visto una vez más, el nacionalismo distinto del españolista existe, por engorroso que les parezca. Y, encima, va y crece en las urnas.

El dolor televisado

Cualquier estudiante de psicología sabe que la tragedia mortal aconseja cumplir con la tarea del duelo, pues de lo contrario los aspectos más intolerables de la realidad habitarán por mucho tiempo la fantasía irresuelta de los -terrible palabra- deudos. Pero hacer el duelo no coincide con el paseo coriáceo por los programas televisivos de mañana y media tarde, donde las presentadoras -suelen ser mujeres- alardean de solidaridades diversas para ofrecer carroña de apariencia informativa donde todo se disuelve en la perversa delectación de los buenos sentimientos. El duelo es íntimo, quizás el tránsito más personal que le es dado a una persona viva. Y es infame que profesionales millonarios/as lo conviertan en entretenimiento de personas aburridas. Basta ya, también, de convertir el dolor ajeno en espectáculo menesteroso de mesa camilla. Ya basta.

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