El público
Cada vez que entro en una plaza de toros me acuerdo de Joaquín Vidal, crítico que fue de este diario y que lograba en cada crónica reflejar en verdad lo que había acaecido en la plaza, que no siempre se correspondía con lo referente a los toros y los toreros.
Es cierto que rara vez el artículo trataba en exclusiva de la corrida del día; lo normal era que se remontase a los orígenes, diese un pase por la anécdota y rematase en aquello que singulariza la fiesta más que ningún otro elemento: el público y su papel.
No existe juego o espectáculo conocido en el que la voluntad del público determine de forma tan amplia el desarrollo de la acción. No hablo de influencia, que podría entreverse en aquellos actos multitudinarios en que el público está presente y que con sus gritos, cánticos o maldiciones logran arruinar o enaltecer la moral de los contendientes. No, estoy hablando de determinación: a un torero se le premia o se le castiga por la voluntad del público, éste le concede o le deniega galardones, solicita música o ruega silencio y llega a señalarle al funcionario que preside el festejo si se debe cambiar o indultar al animal sujeto de la acción.
Tan amplias facultades tienen su terrible contrapartida; si el compañero público goza de la cultura taurina necesaria, mantiene unos ajustados criterios éticos y estéticos y, sobre todo, no se deja llevar por el vendaval de la fiesta y la parcialidad que producen los compatricios, la fiesta termina en paz y justicia: los toreros cobran lo estipulado en el contrato y perciben como regalía aquello que han ganado con su arte o su oficio, o sea las orejas, los aplausos o los pitos; lo mismo les sucede a los ganaderos que han vendido los ejemplares a lidiar, cobran y se escuchan lo que desean o su contrario por los animales traídos y el juego por ellos desarrollado. Pero además de todo esto, y puesto que los contratos son teóricamente libres entre la empresa y los profesionales taurinos, toreros y ganaderos se ganan el derecho a ser convocados en ediciones sucesivas por su buen hacer, por no haber defraudado o engañado al público juzgador.
Pero si el compañero público se asemeja al de nuestras plazas, insistía en ello Joaquín Vidal y yo en mi humildad lo reafirmo, y carece de alguna o de todas las cualidades en el párrafo anterior relatadas, la llamada fiesta nacional se convierte en un espectáculo chusco, donde para nada sirven las virtudes sino los gentilicios y linajes, y se obtiene el triunfo y la siguiente convocatoria sin otro mérito que el de haber nacido en los alrededores o propender al bullicio o el adorno ante los astados.
¡Que cruz, taurinos!
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