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ELECCIONES 2004
Columna
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La guerra de nervios de los sondeos

La enfermiza hipersensibilidad de los profesionales del poder respecto a los sondeos no se limita a proyectar mecánicamente sobre el electorado sus estados de ánimo eufóricos o depresivos. El temor de los políticos a que la publicación de las encuestas pueda resultar perjudicial para su causa ha dejado igualmente huella en la Ley Electoral, que exige severos requisitos técnicos en su elaboración y otorga amplios poderes de control a la Junta Electoral Central. Sin duda, la doble necesidad de garantizar el juego limpio entre los partidos concurrentes y la competencia leal entre las empresas demoscópicas justifica la adopción de todo tipo de cautelas destinadas a impedir que la difusión de los sondeos sea manipulada de manera falaz. Pero el síndrome de la sondeo-dependencia de los políticos se extiende también al intento de ocultar a los ciudadanos el conocimiento de encuestas preelectorales realizadas en plena conformidad con los requisitos exigidos: así, el artículo 69 de la Ley Electoral prohíbe la difusión de sondeos por cualquier medio de comunicación durante los cinco días anteriores a la fecha de la votación.

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La premisa mayor tácita de esa medida censoria es la influencia supuestamente indeseable ejercida contra la soberana autonomía del elector por el conocimiento previo de la intención de voto de sus conciudadanos recogida en las encuestas de última hora. El argumento hace agua por todas partes: por lo pronto, las repercusiones sobre el comportamiento electoral de los nuevos sondeos que disuenan de las tendencias dominantes hasta entonces en el mercado político -al estilo del acortamiento de las distancias entre el PP y el PSOE anunciado el pasado fin de semana- son técnicamente impredecibles. A escasos días del 14-M, ese sobresalto demoscópico puede suscitar un efecto de adhesión favorable a los socialistas en ascenso o provocar un efecto de rechazo beneficioso para los populares amenazados en su mayoría absoluta.

La interdicción legal de la difusión pública de encuestas cinco días antes de la fecha de las elecciones parece un gesto paternalista de la clase política, temerosa de que la capacidad de razonamiento de los votantes sea víctima de un fenómeno de alucinación colectiva. De existir ese riesgo de secuestro, sin embargo, la causa no serían las encuestas protegidas de "falsificaciones, ocultaciones o modificaciones deliberadas" por la Junta Electoral sino los bulos y rumores lanzados de manera intencionadamente maliciosa desde los partidos y los medios de comunicación a su servicio casi en vísperas de la apertura de las urnas. En cualquier caso, tampoco se entiende la razón de que la prohibición de la difusión de los sondeos sólo se haga operativa cinco días antes de los comicios: ¿por qué no una semana, una quincena, un mes, el período electoral, la legislatura entera o toda la vida?

No se trata, sin embargo, de un asunto que los Parlamentos puedan regular a su entera discreción: el Consejo de Estado francés ha tenido ya ocasión de pronunciarse al respecto. La interdicción de los sondeos durante el final de la campaña -una semana en Francia- colisiona en España con los derechos constitucionales "a comunicar o recibir libremente información por cualquier medio de difusión" y "a participar en los asuntos públicos". El abuso de los políticos es tanto mas grave cuanto que del tenor literal del artículo 69 de la Ley Electoral se desprende que las empresas de sondeos conservan el derecho a seguir realizando su trabajo y a comunicar secretamente a sus clientes (el Gobierno, los partidos, los medios informativos o cualquier otra institución) los resultados. Desde el martes hasta el sábado de esta semana, un restringido grupo de operadores del mercado político tendrá a su exclusiva disposición -sin otro límite que el dinero disponible- un rico yacimiento de datos demoscópicos; mientras los votantes serán mantenidos en la ignorancia, los estrategas de los partidos aprovecharán esa información reservada para tratar de inclinar la balanza en unos reñidos comicios en los que el Gobierno se juega la mayoría absoluta o cuando menos una cómoda investidura presidencial de Rajoy.

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