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Crítica:UN ESCRITOR EN MANHATTAN
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Arterias de un escritor

A los veinte años de la publicación, escasamente difundida, de su primer libro, El Robinson urbano (rescatada en 1993 por Seix Barral, sello que ahora lo reedita), publica Antonio Muñoz Molina Ventanas de Manhattan, obra en primer grado emparentada con la que inició su ya nutrida andadura literaria, sin duda una de las más importantes y sobresalientes de la actual narrativa escrita en lengua castellana. En 'Escuela de Robinsones', primero de los textos de El Robinson urbano, escribía Muñoz Molina: "La mejor literatura de la modernidad la han escrito grandes robinsones urbanos. Para escribir sus Confesiones, De Quincey tuvo primero que morirse de hambre y desolación en las aceras de Oxford Street, madrastra del corazón de piedra. En una América que ya prefiguraba la locura de Metrópolis, Edgar Allan Poe vio en medio de las calles a una criatura más temible: el hombre de la multitud. En París, hacia la mitad del siglo pasado, Baudelaire reunió las voces de Allan Poe y de De Quincey y supo reconocer la tiranía del rostro humano infatigablemente repetido en las multitudes y en los espejos de las calles, pero también descubrió el territorio de un vasto paraíso artificial: el placer, absolutamente inédito hasta entonces, de recorrer la ciudad sin ir a parte alguna y sin tener otra compañía que la propia voz en la conciencia".

VENTANAS DE MANHATTAN

Antonio Muñoz Molina

Seix Barral. Barcelona, 2004

382 páginas. 19 euros

Más información
"Nueva York te quita tontería y vanidades destructivas"

Con dichas palabras demostraba, pues, ser muy consciente de que, con las anotaciones de su diario, estaba sometiendo a la ciudad en la que entonces vivía, Granada, a una operación similar a la realizada por Baudelaire con la suya en Spleen de Paris, o a la llevada a cabo, más tarde, por Joyce en Ulises, o Durrell y Cavafis con Alejandría, o por Virginia Woolf con Londres en La señora Dalloway, o por García Lorca con Nueva York en Poeta en Nueva York. Dicho en palabras de Pere Gimferrer en el prólogo del citado libro: "Por ahí este diario de anotaciones granadinas descubre su verdadera y más profunda naturaleza: no es sólo la vela de armas de uno de nuestros principales estilistas, sino el asedio y finalmente la toma de una ciudad para el catálogo de las ciudades imaginarias y realísimas que con palabras funda la literatura". Y de la misma operación literaria se sirve básicamente ahora Muñoz Molina para su "creación" de la ciudad de Nueva York en su reciente Ventanas de Manhattan. Y decimos "creación" porque el autor no escribe un libro de viajes, ni una guía turística, ni un libro memoralístico destinado a rememorar sus experiencias vividas durante sus repetidas estancias en la capital del Imperio, sino que inventa, crea una ciudad que no por construida con la materia del verbo y del mito es falsa, sino todo lo contrario. Flâneur de naturaleza benjaminiana, tan pletórico de euforia como los paseantes de Robert Walser, pero más adicto al análisis y a la introspección que los personajes del autor suizo, Muñoz Molina recorre las calles y avenidas de Nueva York en caminatas "que siempre tenían una emoción simultánea de aventuras de descubrimiento del mundo y descensos al interior de mí mismo". Aunque más que los descubrimientos quizá sea el reconocimiento, en el sentido platónico del término, lo que vertebra la experiencia espiritual y vivencial del autor, quien llega a Nueva York con un imaginario vastamente conformado por las lecturas (poetas y autores de la gran literatura norteamericana del siglo XIX y XX), las películas y las composiciones de las figuras legendarias del jazz. En este sentido, podría establecerse un cierto paralelismo entre García Lorca y Muñoz Molina, pues, ambos, nacidos en paisajes rurales, llegaron a la gran e impactante urbe de Nueva York tras haber vivido únicamente, si bien en medios sociales diferentes, en dos ciudades peninsulares (Granada y Madrid) y con imaginarios cónicos surgidos del cine: el primero, García Lorca, del cine de los años veinte; Muñoz Molina, del de los años treinta y cuarenta, aunque este último, además, contaba en su bagaje cultural, entre otras, con la experiencia vicaria proporcionada por los poemas de Lorca (muy presente en estas páginas) y, acaso, por el espléndido La ciudad automática, publicado por Julio Camba en 1934.

"No soy nadie aquí, o soy un

Don nadie, y sin embargo soy más yo mismo que nunca, más que en cualquier otra parte. Despojado de circunstancias y añadiduras exteriores, salvo la presencia de quien conmigo va, como dice el romance, soy la médula y el hueso de mi identidad personal, lo que uno es más en el fondo de sí mismo, una cierta manera de estar en el mundo, de revivir lo más valioso y decisivo de lo ya vivido, los episodios del aprendizaje que lo ha llevado a uno a ser quien es", escribe el autor. Pero ese ser que es no se dedica a rememorar en Manhattan esos episodios aludidos que lo han conducido al presente sino a revivir el estado de trance "que conocí en una plaza de Granada una tarde de verano, cuando tenía 25 años, cuando descubrí de pronto, ligero de biografía, con mi primer trabajo y mi primer apartamento alquilado, contagiado por la lectura de De Quincey y de Baudelaire, que el espectáculo de la ciudad a mi alrededor contenía todas las posibilidades de la literatura, y que todo lo que veían mis ojos merecería ser celebrado y contado". Y, sumido en esta fiesta de la celebración que experimenta en Manhattan, vuelve a ser quien descubría a Onetti o a Borges, o a Proust y a Faulkner, "sintiendo que se me ensanchaba la respiración y se me agudizaba la inteligencia, que la literatura era una pasión a la que valía la pena dedicarle la vida". Vuelve a ser el apasionado de la vida, en cuyo corazón penetraba a través del arte de la palabra, como hace en estas páginas, a través de la palabra de otros autores, de las formas y colores de otros pintores, de otros músicos de jazz, de otros rostros, de otra humanidad dividida entre la opulencia más exultante y la más terrible pobreza, de otros ruidos y otros olores urbanos, de otros dramas y otras injusticias, de, en fin, otro paisaje urbano, humano, político y social que no conocía entonces, cuando era un joven que empezaba a vivir en Granada y escribía los textos que un día conformaría un libro titulado El Robinson urbano, en cuyas páginas se revelaba ya como el gran escritor que es.

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