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IDA y VUELTA
Columna
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Tantanes mediáticos

Había visto a los miembros de la compañía israelí Mayumana en el anuncio de coca-cola light. En presencia de un melómano experto en Bach, se me ocurrió comentar que quizá eran buenos. Sacrilegio. Me dijo que eso no era música, sino un parque de atracciones de la percusión, ruido basura y tal. Unos días más tarde, me enteré de que, tras su gira de hace un par de años, regresaban al Poliorama, así que en secreto llamé a Servicaixa. El precio de las entradas me dejó sin habla: de 14 años para arriba, 35 euros; de 14 para abajo, 28. Un sentido primario de los valores me hizo intuir que, con esos precios, a la fuerza tenía que ser bueno, así que pagué lo que me pedían y acudí al concierto: lleno hasta la bandera. Multiplicando cada entrada por el aforo y la cantidad de conciertos, sale una suma que produce vértigo, sobre todo si tenemos en cuenta que Mayumana tiene tres compañías estables (dos nómadas y una sedentaria, afincada en Madrid). Intimidado por la rentabilidad del montaje, me acordé de Liberace, aquel hortera compulsivo que, en su autobiografía, reaccionaba así ante las críticas de sus más feroces detractores: "Lloré durante todo el camino al banco".

Según el miserable folleto que te regalan en la puerta, el show consiste en una sucesión de danza, música, movimiento, teatro, humor, energía y, sobre todo, ritmo. En la práctica, es un ameno e intenso curso de introducción al ritmo, más idóneo para jóvenes espontáneos que para melómanos más curtidos y exigentes. No sé si debido al efecto coca-cola, pero la predisposición del público es tremenda. Todo el mundo llega con ganas de aplaudir, lo cual facilita el trabajo, circense, a ratos prodigioso y a ratos repetitivo, de los 10 atletas que actúan en el escenario. La propuesta de Mayumana está en los antípodas de lo que comentaba Stravinski: "Nunca he entendido por qué tiene que haber público en vivo. Mi música, debido a su extrema quietud, sería más feliz con un público muerto". Si actuaran en un cementerio, sin embargo, los cadáveres se levantarían de sus tumbas y acabarían bailando como en el vídeo del Thriller de Michael Jackson.

El argumento es inexistente: una cascada de malabarismos coreográfico-sonoros en la que los instrumentos no lo son en el sentido estricto del término. Cubos de basura, contenedores, vallas metálicas, pies de patos, tubos y todo lo que da de sí el cuerpo humano: percusión sobre pecho, cabeza, muslos y espaldas, onomatopeyas varias y ciertos recursos humorísticos más cercanos a la commedia dell'arte que a la música. En la mezcla está el éxito del invento, cuya moraleja viene a ser: la música está en todas partes, sobre todo dentro de uno mismo. No busquen a los artistas de Mayumana en una tienda de instrumentos. Los encontrarán antes en el Servicio Estación, intentando convertir un tupperware en tantán. En realidad, el origen de la compañía no es sólo musical. En 1996, cuando fundaron el grupo, Eylon Nuphar y Boaz Berman lo hicieron a su imagen y semejanza. Nuphar acumulaba aficiones: gimnasia, atletismo, fotografía, música y danza del vientre. Berman, por su parte, completaba el abanico con su experiencia como instructor de submarinismo y miembro del equipo israelí de lucha tailandesa. Cuando sales a la calle, después de una hora y media de descarga sonora, cualquier cosa te induce a practicar la percusión diletante, así que empiezas a aporrear los capós de los coches o, al llegar a casa, la tapa del retrete. Incluso el latido de la ciudad, habitualmente arrítmico y atonal, parece contener una cadencia descifrable: chumpa-chumpa-unc-unc-chaca -chaca-ñic-ñic.

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