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LECTURA

¿Qué ha fallado en Irak?

Tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 contra el World Trade Center y el Pentágono, los comentaristas americanos se aficionaron a decir que nada volvería a ser igual nunca más. Se podía palpar en el ambiente un sentido de miedo y seguridad en Estados Unidos de costa a costa, y había una gran determinación a devolver el golpe a un enemigo que había utilizado nuestra aviación comercial como arma para atacarnos.

Muchos países europeos habían tenido que afrontar cierto grado de terrorismo durante años, desde los tiempos de los revolucionarios anarquistas de la Rusia zarista. En décadas más recientes, el Reino Unido tuvo que hacer frente al problema del IRA; Italia, al de las Brigadas Rojas; Alemania, al de la banda de Baader-Meinhof y la Facción del Ejército Rojo; España, al de ETA; etcétera. En cada uno de esos países la amenaza fue distinta, pero en cada uno de ellos la respuesta consistió en aplicar la combinación de una mayor seguridad para los que corrían más riesgo con una serie de medidas más severas encaminadas a aplicar la ley con la finalidad de identificar a los terroristas para seguirles la pista y poder atraparlos. En algunos casos se recurrió a unidades militares para colaborar en la aplicación de la ley, pero también se tuvo muy claro que la militarización de la empresa antiterrorista y el sacrificio de las libertades civiles constituirían todo un éxito para los terroristas.

Una operación contraterrorista más premeditada dirigida por los servicios de inteligencia podía tener más éxito a largo plazo que una carrera precipitada para bombardear Afganistán
Uno de los errores de Europa en su respuesta al 11-S fue no formular una alternativa coherente en un momento en el que EE UU no podía quedarse con los brazos cruzados

Los americanos pudieron comprender que la amenaza a la que se enfrentaban tras los episodios de 2001 tenía un carácter, un origen y una magnitud distintos. Los ataques de Al Qaeda no fueron concebidos ni como maniobras para forzar unas negociaciones ni como protesta, sino más bien como el cumplimiento de una fatwa que exigía el asesinato de americanos; los atentados fueron planeados, organizados y financiados desde el extranjero, y sus efectos tuvieron otra magnitud muy distinta a los de cualquier otro ataque terrorista anterior.

No había ninguna reivindicación política tras ellos; se trataba de unos individuos extranjeros llenos de odio cuyos ataques tuvieron un efecto tan virulento que no parecía una exageración si se los comparaba con una acción de guerra. Así pues, Estados Unidos enseguida tomó cartas en el asunto y emprendió acciones militares, primero contra el régimen de los talibanes, que escondían a los dirigentes de Al Qaeda y en cuyo país estaban instalados los campos de entrenamiento de la organización terrorista, y luego contra el régimen iraquí de Sadam Husein. Además se crearon nuevos cargos dedicados a la aplicación de la ley en Estados Unidos, así como un nuevo departamento del Gabinete, y se puso más empeño en reforzar los trabajos bilaterales que se llevaban a cabo para prevenir la proliferación de armas de destrucción masiva y para interrumpir la financiación de organizaciones terroristas.

Carácter, no magnitud

No era la magnitud de la respuesta americana lo que representaba un nuevo punto y aparte, sino su carácter. La actitud de Estados Unidos ponía de manifiesto una unilateralidad beligerante que socavaba medio siglo del lento, pero determinado, esfuerzo encaminado a exaltar el papel del derecho internacional, de actuar a través de las Naciones Unidas y en el marco de las alianzas, y de reducir el empleo de la fuerza en los asuntos internacionales para defenderse. Si bien casi todo el mundo simpatizó con Estados Unidos y dio su respaldo al ataque contra el régimen de los talibanes en Afganistán, en la invasión de Irak las cosas fueron distintas. Estados Unidos, invocando erróneamente el derecho a actuar de forma preventiva contra Irak cuando en realidad este país no suponía ninguna amenaza inminente, rompió con un viejo tabú del concepto de guerra preventiva.

Buena parte del mundo consideró la acción un verdadero atropello. Muchos europeos tenían una larga experiencia personal en lo concerniente a la guerra y sus consecuencias: algunos líderes políticos de Europa denunciaron la actitud americana, y se llevaron a cabo importantes manifestaciones de protesta en numerosos países. Y si había algo de cierto en aquellas primeras declaraciones de los comentaristas americanos de que "nada volverá a ser igual nunca más", esto era que las relaciones de Estados Unidos con los países de Europa Occidental nunca volverían a gozar del mismo grado de confianza, de interdependencia y de cortesía que tanto unos como otros habían desarrollado desde el fin de la II Guerra Mundial. Estados Unidos tampoco suscitaría la misma admiración y respeto en el resto del mundo a la que se habían acostumbrado los americanos. La opinión que el mundo árabe tendría de Estados Unidos iba a ser especialmente negativa. En cierto sentido, fue más fácil no escuchar las quejas islámicas desde Washington que en las capitales europeas con mucha población musulmana o con países islámicos por vecinos.

Como general retirado del Ejército de Estados Unidos y como comentarista en los programas informativos de la cadena de televisión CNN, ya había hablado claro y rotundo en un primer momento, indicando la amenaza que suponía Al Qaeda y la necesidad de una respuesta de gran envergadura y de amplio espectro que estuviera dirigida a la raíz del terrorismo y sus motivos. Durante mi época de jefe supremo de las fuerzas de la OTAN comprobé lo que puede lograrse si los países trabajan conjuntamente y utilizan todo el peso del derecho internacional y la diplomacia, así como el militar, para afrontar cuestiones críticas en materia de seguridad internacional. Entre los nuevos retos que planteaba el conflicto de Bosnia estaba el de su dimensión étnica: para imponer la paz en el lugar fue necesario encontrar una solución definitiva a graves enfrentamientos étnicos. Como resultado de aquella experiencia, creo que, si Estados Unidos hubiera querido trabajar con otras naciones, respetando sus opiniones y dirigiendo una empresa común, habría habido una manera en la que podría haberse utilizado la OTAN para coordinar y armonizar un enfoque mucho más amplio del problema del terrorismo internacional.

Desde fuera hacia dentro

Por aquel entonces ya planteé la necesidad de acabar con las organizaciones terroristas desde fuera hacia dentro y desde su base hacia arriba, utilizando para este proceso los informes de los servicios de inteligencia. Según mi opinión, mientras hubiera la necesidad urgente de protegerse de Al Qaeda era más factible que una operación contraterrorista más premeditada, dirigida por los servicios de inteligencia, tuviera más éxito a largo plazo que una carrera precipitada para bombardear Afganistán, aunque apoyé la operación militar puesta en marcha por la Administración de Bush en ese país. Pero creía que era mucho mejor sembrar las semillas para emprender una campaña de mayor envergadura que supiera cortar la financiación de Al Qaeda, aplicar las normativas vigentes y servirse del poder judicial y militar para acabar con la red terrorista. Y abrigué la esperanza de que pudiéramos elaborar políticas encaminadas a erradicar las causas del terrorismo: la cólera, la humillación, la frustración y el fanatismo que empujan a las personas a recurrir al asesinato y al suicidio.

El fundamento de una acción conjunta existía y sigue existiendo, porque evidentemente la amenaza del terrorismo no va dirigida única y exclusivamente a Estados Unidos. El reto común que representa la derrota de Al Qaeda y la erradicación de las causas que provocan la existencia de organizaciones como ésta podía haber unido al mundo en defensa de una misma causa como nunca lo había estado hasta entonces. Había una manera mejor de combatir la amenaza que con la unilateralidad norteamericana.

Pero también hay mucho que aprender del modo en el que Estados Unidos ha respondido hasta ahora a la amenaza del terrorismo: su forma de dirigir las operaciones militares, los resultados de la guerra contra los talibanes y la gran campaña americana. Por ello decidí escribir este libro, considerando todos esos aspectos.

Hace 20 años, cuando las Fuerzas Armadas de Estados Unidos estaban todavía recuperándose del trauma que supuso la guerra de Vietnam, era bastante habitual en algunos círculos europeos tachar a las fuerzas terrestres americanas de faltas de disciplina y poco motivadas. La guerra del Golfo de 1992 enterraría esa percepción.

Durante los años noventa, en las operaciones de pacificación en la antigua Yugoslavia, el Reino Unido se basó en su experiencia en Irlanda del Norte a la hora de representar una autoridad muy en consonancia con los matices que comportan las operaciones de pacificación y de posguerra. Los franceses, basándose en la estructura equilibrada de su ejército y en su larga tradición en operaciones expedicionarias, demostraron su idoneidad a la hora de reagrupar y desplegar a las tropas en ese tipo de situaciones. Los alemanes y otros países europeos se vieron, en un grado u otro, ante el reto de salvar las reservas existentes desde hacía mucho tiempo entre sus ciudadanos asociadas con los despliegues militares internacionales, o de superar el obstáculo de numerosas restricciones financieras y de reclutamiento. De lo que no consiguieron darse cuenta la mayoría de los Estados europeos fue de la continua y profunda transformación de los recursos y aptitudes militares que contemporáneamente se llevaba a cabo en las Fuerzas Armadas de Estados Unidos.

Los resultados de esa modernización a gran escala de las tropas americanas se vislumbraron por primera vez en 1999 en las operaciones de la OTAN contra Serbia dirigidas por Estados Unidos. Pero sería sobre todo en las realizadas en Afganistán e Irak cuando se harían evidentes la envergadura de la transformación y del potencial del ejército estadounidense y la utilización de técnicas y tecnologías innovadoras. Contra los talibanes, Estados Unidos, junto con británicos, australianos y otros, llevó a cabo una sorprendente campaña basada en bombardeos de precisión desde cotas elevadas y en el refuerzo de combatientes nativos por unos cuantos equipos selectos de operaciones especiales que terminaron con un Gobierno opresor, y un número mucho mayor de fuerzas muy motivadas.

En Irak, las tropas, mayoritariamente americanas, avanzaron cientos de kilómetros por el interior del país, demostrando una gran agilidad y una magnífica coordinación en las operaciones terrestres y aéreas, rompiendo en poco tiempo las líneas de resistencia de las fuerzas sitiadas de Sadam Husein.

En el presente libro reproduzco los aspectos más importantes de esas operaciones, como, por ejemplo, las fuerzas militares, los métodos, los plazos y los resultados generales, basándome en la información publicada, mis propias interpretaciones personales y la confirmación de las personas enteradas.

Ejército europeo

Las implicaciones son significativas para los profesionales del ejército, pero también lo son para los que puedan entender el equilibrio político-militar que subyace en el pensamiento diplomático y estratégico americano en la actualidad. Esos resultados suponen un hito frente al cual otras naciones tal vez midan sus posibilidades y frente al cual otros países valorarán sus efectivos de defensa y su postura con relación a la seguridad nacional. Si Europa abriga la esperanza de crear un ejército europeo moderno, entonces ésos son los parámetros militares a los que debe atenerse, y los recursos a los que debe comprometerse, si quiere compararse con Estados Unidos.

El militar es sólo un componente del potencial del poder en general de cualquier país, y únicamente tiene un efecto limitado en el marco del proceso de toma de decisiones en materia de seguridad nacional. Esta circunstancia es especialmente cierta en Estados Unidos, donde las altas esferas militares suelen ser apolíticas y se ven obligadas legalmente a dar su apoyo a las autoridades civiles elegidas por el pueblo. El ejército puede estudiar proyectos, asesorar, recomendar, aconsejar y advertir; dependiendo de los temas y del carácter de cada uno, las autoridades militares pueden tener una mayor o menor influencia, pero en Estados Unidos nunca han tomado las decisiones trascendentales en materia de seguridad nacional por sí mismos.

Y por eso resulta especialmente revelador, al revisar el pensamiento estratégico y político que desembocó en la guerra contra el terror capitaneada por Estados Unidos, el examen de su relación con otros temas más generales concernientes a cuestiones de política exterior. El papel desempeñado por el miedo, las declaraciones públicas equívocas, la astuta colaboración con el Congreso y el trato brusco dispensado a algunos aliados y a determinadas instituciones internacionales son temas que merecen estudio y reflexión, pues son un indicio de la lógica y de las fuerzas que actúan en el cuerpo político americano, con todo lo que ello implica para otras naciones. A Europa compete participar de manera activa en la formación de la política norteamericana si considera que Estados Unidos se equivoca, como haría cualquier buen amigo. Sobre todo cuando los países europeos tienen otras perspectivas sobre problemas globales. El aislamiento, de Estados Unidos respecto a Europa y de Europa respecto a Estados Unidos sería una gravísima equivocación. Uno de los errores de Europa en su respuesta a la reacción norteamericana ante el 11-S fue no formular una alternativa coherente en un momento en el que Estados Unidos no podía tolerar quedarse con los brazos cruzados.

Durante más de 20 años, la política interior americana ha ido claramente a la deriva, al tiempo que el conservadurismo y la estabilidad fundamentales del electorado americano entablaban una lucha contra las fuerzas defensoras de los derechos civiles y humanos, la revolución sexual y el incremento de la inmigración, el comercio internacional y la tecnología. El notable ímpetu a favor de la seguridad nacional que se desarrolló a partir del protagonismo desempeñado por Estados Unidos durante la II Guerra Mundial y la guerra fría volvió a aparecer, para sorpresa de muchos, después de las reñidas elecciones presidenciales de 2000, con una fuerte crítica de los neoconservadores contra el internacionalismo liberal.

Límites claros

Pero existen unos límites muy claros respecto a hasta qué punto esa crítica pueda convertirse en una política eficaz. Esos límites son ya visibles no sólo en el debate surgido en torno a la guerra contra el terror y a lo acertado de emprender una campaña militar contra Sadam Husein, sino también en la gran estructura económica internacional, en la que Estados Unidos desempeña un papel principal. Las limitaciones del neoconservadurismo modelarán, de una forma u otra, el futuro de la política exterior americana.

Mi esperanza es que los europeos y otros ciudadanos extranjeros que lean este libro consigan comprender las implicaciones que puede tener una postura neoconservadora, así como mi crítica de la misma. Ambas posiciones serán fuerzas contrapuestas en la política americana durante algún tiempo, independientemente del partido que se encuentre en el poder, y sin lugar a dudas tendrán sus ramificaciones en el ámbito internacional.

Candidato demócrata

Cuando escribía este libro durante el verano de 2003, yo no presentaba ninguna candidatura a un cargo oficial. No escribí este libro como un folleto de campaña electoral. Pretendía, simple y llanamente, dar mi interpretación de los acontecimientos y presentar una visión alternativa a la forma de conducir la guerra contra el terror y la manera de llevar la política exterior y nacional por parte de la Administración de Bush. Pero una vez terminado el libro, y tras recibir constantes peticiones de decenas de miles de americanos del movimiento Draft Clark, así como de muchos de mis antiguos colegas del Gobierno, me decidí a participar en la carrera para la elección del candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos.

La política es siempre imprevisible, y tal vez en esta campaña podamos afirmarlo con más razón. Cuando el presente libro vea la luz, ya se habrá decidido el papel que me toque desempeñar.

He utilizado las ideas que aparecen en este libro para mi campaña política. Son mis propias ideas; aquí no hubo ningún escritor anónimo que hiciera el trabajo por mí, no hubo ningún negro, y constituyen una crítica de la Administración de Bush. Pero las ideas oscilan y cambian; no pueden convertirse en una propiedad intelectual en exclusiva sobre la que sólo se pueda hablar. Las ideas que aquí se expresan no son de mi propiedad, pues en una u otra medida representan una crítica amplia y general de la Administración republicana, una crítica que ha sido descartada con frecuencia en los medios de información americanos, una crítica que el electorado de Estados Unidos todavía tiene que oír en su totalidad. En ese sentido espero que el libro sea un anticipo de lo que está por venir.

Me gustaría que el lector europeo alcanzara, a través de estas páginas, una nueva percepción de las cosas y no perdiera los ánimos, pues en él siempre ha estado nuestro más fiel y firme aliado. Y juntos, a ambos lados del Atlántico, tanto estadounidenses como europeos tenemos mucho trabajo pendiente en pro de la libertad, la seguridad, la justicia y el desarrollo del mundo. El trabajo conjunto requerirá que logremos unos niveles más profundos de entendimiento y de confianza, y a veces que debamos tomar decisiones difíciles con el fin de afrontar y vencer los retos que supone un mundo globalizado y dominado por la tecnología. Nuestra alianza probablemente haya sido la de mayor éxito de la historia moderna en la esfera política, cultural, económica y militar. Ahora nos toca hacer que progrese durante el siglo XXI.

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